Fragmento:
Salomón es parte de la guardia, uno de los pocos seleccionados para salir más allá de las murallas improvisadas, atravesar la franja muerta entre los refugios del sur y los restos del Bronx, donde los saqueadores aún acechan. En la escuela-fortaleza de Murray Hill, donde duermen los suyos, hay hambre. Los cultivos clandestinos sobre las azoteas no alcanzan para todos y el canal de agua del East River está congelado, infestado de cadáveres helados desde hace semanas. La semana pasada, una horda descendió desde Harlem: apenas media docena de zombis putrefactos, torpes, pero suficientes para que tres mensajeros no regresaran.
Duración: 09:57
15 de diciembre de 2025
El viento entra raudo y gélido entre los huecos de los antiguos rascacielos, arrastrando jirones de nieve mezclada con cenizas sobre la Avenida Lexington, reconvertida en frontera entre la nada zombi de Midtown y las llamas vivas de los nuevos asentamientos al sur de Central Park. A esta altura del año y del desastre, Nueva York es apenas un nombre entre la memoria y la leyenda: una palabra que, cuando se pronuncia en los fogones nocturnos o en las clases de los niños que nunca han visto la luz eléctrica, parece de otro idioma o de otro mundo.
No obstante, entre los exploradores y saqueadores, los supervivientes y los refugiados, aún hay quienes prefieren llamarla por lo que fue: la Ciudad. Tradición, superstición o cansancio, ya no importa. Cuando Salomón camina esa tarde sobre un tapiz congelado de polvo y papel viejo, todavía puede sentir, bajo la suela raída de sus botas, la vibración lejana de otro tiempo—no como una nostalgia, sino como una fiebre que amenaza con estallar. Es mediodía, pero el sol nunca llega a los callejones; el frío y el miedo gobiernan.
Salomón es parte de la guardia, uno de los pocos seleccionados para salir más allá de las murallas improvisadas, atravesar la franja muerta entre los refugios del sur y los restos del Bronx, donde los saqueadores aún acechan. En la escuela-fortaleza de Murray Hill, donde duermen los suyos, hay hambre. Los cultivos clandestinos sobre las azoteas no alcanzan para todos y el canal de agua del East River está congelado, infestado de cadáveres helados desde hace semanas. La semana pasada, una horda descendió desde Harlem: apenas media docena de zombis putrefactos, torpes, pero suficientes para que tres mensajeros no regresaran.
Salomón camina cubierto con lonas grises y una bufanda tejida a mano. Lleva una escopeta recortada (dos cartuchos restantes) y el cuchillo de carnicero que heredó de su madre cuando ella fue devorada en la estación de metro de la Calle 42 en el primer invierno del apocalipsis. Su misión de hoy es conseguir algo que valga para el trueque en la feria de supervivientes de la Calle 14: medicinas robadas, piezas de radio, incluso una batería de coche. Sin esos recursos, su comunidad caerá cuando el siguiente brote golpee.
Pero antes de salir más allá de los límites seguros, debe cruzar la 33rd hacia el abandonado Madison Square Garden, donde las ratas han hecho de la cancha una gruta maloliente y, dicen los rumores, algunos exiliados psicóticos se resguardan del frío. Salomón no cree en los cuentos, a estas alturas ha visto suficientes horrores para saber que el mayor monstruo es la desesperación humana.
El sonido de cristales rotos lo detiene. Bajo una marquesina caída, entre los coches oxidados y los huesos dispersos, una figura avanza tambaleante. Los zombis de 2025 ya no corren ni arremeten: la podredumbre los va destruyendo desde dentro, a veces dan la impresión de dormir caminando, como muñecos rotos o sombras de lo que fueron. Salomón los estudia y, a pesar del hedor y del peligro, siente algo próximo a la piedad, una especie de turbia compasión.
El zombi pasa de largo, el cráneo hundido parcialmente, los ojos secos y rojos como brasas extinguidas. Salomón lo evita, sigue adelante, pegado a la pared. En la esquina de la 7ma Avenida, las huellas de una carreta reciente—hoy tirada por caballos flacos en vez de camiones—lo animan: alguien de los grupos de agricultores probablemente trajo provisiones por la madrugada. Quizás, con suerte, la feria no haya sido atacada y el trueque siga abierto.
Le toma veinte minutos esquivar los peligros usuales. Los edificios colapsados parecen catedrales de hielo y silencio, cada ventana una boca abierta llena de gritos ahogados y recuerdos quemados. En la feria, un círculo de fogatas cálidas y lonas improvisadas lo recibe. Cinco grupos de aldeanos, todos distintos: algunos con atuendos militares raídos, otros vestidos con pieles tejidas, niños con marcas tribales en el rostro y ojos demasiado viejos. Como siempre, el aire está cargado de sospecha y necesidad.
La líder del mercado, una mujer de pelo blanco cortado al ras y voz áspera de cigarro, le sonríe con los labios pero no con los ojos. “¿Qué traes hoy, Sal?”, murmura. Él saca de su mochila una radio de mano que, a fuerza de pequeñas reparaciones y sobornos, ha logrado hacer funcionar por segundos. Eso vale casi lo mismo que comida, tal vez más: la comunicación sigue siendo oro. La mujer asiente, lo invita a sentarse. El trueque es duro, pero justo. Salomón consigue dos latas de frijoles viejos, una caja pequeña de antibióticos y una vela gruesa de cera reciclada.
El resto del mercado son historias cruzadas: un niño narrando la caída de una colonia en Queens, un hombre con la cara cosida contando la última emboscada de los saqueadores de Brooklyn, una anciana vendiendo sal recogida de evaporadores hechos con bidones. Hombres armados vigilan los bordes, alertas por si los zombis o los saqueadores deciden interrumpir.
De repente, alguien hace sonar una campana improvisada. Hay pánico en las caras, los adultos se agrupan contra los fogones, los niños corren a los refugios cavados entre las ruinas del antiguo vestíbulo de una estación. Un explorador llega jadeando, la cara lívida de frío y terror. Apenas puede hablar: “Horda desde el norte. Demasiados. Deben haber salido de Harlem o del viejo hospital…”.
La reacción no es de histeria, sino de resignación entrenada. La líder ordena levantar las carretas, ocultar los bienes, y los granjeros voluntarios encabezan la retirada ordenada hacia el sur. Salomón recoge lo suyo, vigila la mochila y, con la escopeta en la mano, se une al grupo de defensa. No importa cuán deteriorados estén los zombis, una horda de cien es todavía una sentencia de muerte.
Dividen sus bandas: soldados a los flancos, los niños y ancianos en el centro, dos exploradores en cabeza. El crujir del hielo, los gritos aislados y el repiquetear de los casquillos vacíos forman la música de la retirada. Salomón siente el peso de la ciudad sobre sus hombros, la historia de millones de muertos bajo sus pies.
Al rodear el Flatiron Building, una estampida de ratas se les cruza. Segundos después, la carne inerte y desgarrada de la horda aparece entre la ventisca: bocas abiertas, dedos extendidos, ojos de fiebre voraz. Algunos caen, resbalan, se arrastran como serpientes resentidas. No son rápidos, pero sí muchos.
Salomón dispara una vez, luego otra. Ayuda a una niña de trenzas a cruzar un montón de basura y concreto. La formación aguanta, los saqueadores no aparecen (hoy es el turno de los muertos, parece). Cuando por fin logran cruzar la frontera segura—la Avenida Houston, empalizada con coches volteados, lanzas y botellas incendiarias de defensa—los defensores sueltan un suspiro colectivo. Han ganado minutos, quizás horas. Nada está seguro, pero viven.
Mientras amanece, el grupo se apiña dentro del gimnasio abandonado de una vieja secundaria. Compartiendo comida y temor, repasan mentalmente los recodos del regreso, recordando a los que no llegaron, calculando cuánto más pueden resistir. Salomón reparte frijoles: cada cucharada un tesoro, cada palabra una promesa rota. En la bruma, alguien entona una canción en yiddish, una melodía triste que resuena en las vigas y en los pechos agotados.
Cuando el día despeja y la horda se dispersa, vuelven a salir. Recogen algunos cuerpos—viejos amigos, enemigos recientes—y los incineran en una pira improvisada. Es ritual antiguo: cenizas para espantar a la muerte, humo para guiar a los vivos. Salomón observa los rostros, busca en cada mirada la chispa de algo parecido a la esperanza.
A lo lejos, sobre el Hudson, el sol se refleja en las aguas congeladas. Un grupo de agricultores, montados sobre caballos prestados y con arados hechos a mano, cruzan hacia un barrio despejado. En el aire, una cometa de colores (hecha con plástico y listones de ropa, nada tan lujoso como las cometas de antes) vuela sobre los edificios, señal de que, esta noche, nadie más ha caído a la infección.
Salomón regresa a su escuela-fortaleza, atravesando de vuelta la Avenida Lexington, bajo el silbido del viento y las sombras de acero y cristal. Los niños lo ven llegar y lo reciben con abrazos y preguntas. Sonríe cansado, entrega los antibióticos y se sienta frente a una vieja lámpara de aceite. Afuera, la ciudad ruge bajito, como un animal herido pero invicto.
Piensa en lo que ha aprendido: la vida es pasar hambre, temer, disparar, correr, llorar sin ruido. Pero también es compartir fogones, contar historias, proteger niños, intercambiar una radio rota por una oportunidad. Piensa en su madre, en los amigos caídos, en el rumor incansable de Nueva York, esa urbe que se niega a morir.
Esa noche, mientras el frío se cuela entre las tablas y los zombis vagan sin rumbo bajo la luz de la luna, Salomón se duerme soñando con otra ciudad, una en la que los trenes vuelvan a correr y los hombres recuerden, sin miedo, cómo era mirar hacia las estrellas y creer que hay un mañana. A veces, el simple hecho de sobrevivir es un acto de rebelión y fe. Y en el ocaso de los tiempos, eso vale más que cualquier tesoro enterrado bajo las ruinas de la gran ciudad.
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