22 de diciembre de 2020
El desierto nunca había parecido tan infinito, ni tan cerca de tragarse lo poco que aún quedaba de Las Vegas. El invierno no perdonaba: las noches traían temperaturas bajo cero, y el viento helado barría las avenidas desiertas, levantando polvo y papeles entre cuerpos congelados, y el reflejo de lo que alguna vez fue la ciudad más bulliciosa del oeste. La nevada ocasional sobre la Strip tapizaba los letreros apagados, llenándolos de un silencio que jamás hubiera tolerado el clamor habitual de las tragamonedas, las risas y el tintinear de copas en los casinos.
Pero Las Vegas, incluso moribunda, seguía aferrada a su espíritu. Bajo los letreros de neón caídos y las marquesinas muestra de un milagro pasado, se había formado una última comunidad, un grupo de cincuenta y siete sobrevivientes acurrucados en las entrañas del Bellagio y los edificios cercanos. Ninguno de ellos era natural de Nevada. En los meses del caos, los locales fueron los primeros en intentar escapar, perdiéndose en la autopista I-15 rumbo a la nada o el breve consuelo de las cercanas Henderson y Boulder City.
El grupo lo encabezaba Alicia Reina, una exgerente de eventos de hotel, cuya voz nunca había retumbado tanto como ahora. Alicia se había ganado el respeto a base de pragmatismo y sangre fría: había sido la primera en entender, semanas atrás, que salir de la ciudad era una sentencia de muerte.
Esa mañana amanecía gris, y el salón principal del Bellagio —con columnas doradas y mármol, ahora tapizado con mantas raídas y colchones rescatados— transmitía un eco difuso, una vibración de pesadilla. Afuera, la fuente estaba congelada: sobre el hielo, en las primeras luces del día, podían distinguirse las siluetas de tres zombis, quietos, más torpes que nunca por el frío. Los últimos informes de los centinelas decían que el invierno retenía a la mayoría de los muertos; sólo se movían con lentitud, a menos que el olor de la carne los atrajera como una promesa absoluta.
Alicia miraba por la ventana del piso superior, las manos metidas en unos guantes con agujeros, y escuchaba a Joshua debatir con su hermano menor sobre el destino de las provisiones.
—¿Quién fue el idiota que encendió la cafetera? —gruñó Joshua, la voz ronca y rabiosa—. Perder electricidad en pleno diciembre sería nuestro fin.
—Yo la apagué, sólo quería calentar agua para el último par de bolsas de té —respondió su hermano Eddie, con una calma entrenada tras semanas de encierro y nervios de acero.
Alicia se giró. Le asustaba el cansancio en las voces, el agotamiento moral aún más letal que cualquier mordisco. Pidió silencio y todos obedecieron. Sabían que un grito podía atraer infecciones en el Bellagio, todavía uno de los edificios más fortificados de la ciudad.
Esa mañana tocaba evaluar la comida. Oliver, un chef británico refugiado, expuso la suerte del inventario:
—Catorce conservas. Tres sacos de arroz de hotel. Al menos seis días, si racionamos. Pero... —hizo una mueca de aburrimiento aterrorizado—, vamos a tener que salir antes de fin de año para conseguir algo más.
Alicia sabía lo que eso significaba: un viaje peligroso a los almacenes olvidados del centro. La posibilidad helaba más que el invierno.
—Un grupo de recogida, mañana. Se aceptan voluntarios. —No necesitó mirar a los viejos ni a los niños.
Jayne, la más joven de las supervivientes, levantó la mano. Exbailarina de casino, menudo huracán de piernas largas y coraje. Seguida por Ben, exguardia de seguridad, cuyas manos aún temblaban mucho por la herida de una semana atrás: había perdido dos dedos en un forcejeo con un zombi en las escaleras del garaje.
Tras la reunión, Alicia salió al pasillo tapizada de cuadros de artistas de renombre y muebles de lujo, ahora polvorientos y cubiertos por mantas mohosas. Atrajo la atención de Lázaro, el anciano cubano que cuidaba de los niños. Estaba arrodillado junto a una joven, mostrándole cómo limpiar una escopeta.
—No sé cuánto tiempo puedo seguir enseñando a cuidar armas —dijo Lázaro, la voz rasgada por años de tabaco y por la pérdida de una nieta en el primer brote—. Temo que si fallamos una vez, será el final de todos.
—Sobrevivir es lo único que podemos hacer, Lázaro —le respondió Alicia, sin convicción.
Afuera, la mañana avanzaba con lentitud. La luz gris atravesaba las ruinas doradas. Desde una cornisa, se veía el Paris, con la Torre Eiffel plástica cubierta de escarcha. A lo lejos, la pirámide del Luxor parecía una montaña de cristal agrietado. Entre esos gigantes, las bandas de infectados aletargados pululaban sin rumbo, chocando contra muros y coches, tropezando en las calles heladas. De noche, los sobrevivientes cerraban las persianas, tapaban cualquier rendija de luz, y murmuraban plegarias, ateos y religiosos por igual.
Esa noche, la expedición se preparó. Jayne y Ben, con mochilas y bates de béisbol. Alicia organizó turnos en la puerta, y Lázaro bendijo con agua estancada a los que se marchaban. Oliver repartió tiras de carne seca, y entre todos se prometieron verse al amanecer.
El trayecto era corto: solo cinco manzanas hasta el viejo supermercado Smith’s, bien atrincherado por coches policiales y cadenas oxidada que resistían el frío y la furia de los zombis. El aire zumbaba por el riesgo. Entre los cascotes, ninguna voz. Alimentarse era más importante que la moral.
Al abrirse la doble puerta del Bellagio, un lamento lejano se desató en las sombras. Los infectados, inactivos por el hielo, se movían torpemente, pero sus ojos muertos nunca dejaban de buscar. Manteniéndose junto a los muros, Ben y Jayne rastrearon el perímetro de los casinos, evitando los cuerpos caídos y las siluetas que de vez en cuando emergían tras ventanas rotas: viejos jugadores que jamás abandonaron la mesa, camareras muertas a mitad de turno, todos deambulando sin conciencia de lo que habían perdido.
En la zona de Fremont, las luces estaban muertas. Las pantallas LED, con millones de bombillas, solo reflejaban este invierno interminable y mortal. Nadie venía a apostar; las monedas, antes símbolo de fortuna, ahora se usaban para tapar mirillas o bloquear trampillas. En una esquina, un Cadillac blanco oxidado servía de refugio para un hombre famélico que, por el cabello largo y la barba, podría haber sido croupier o estrella del espectáculo. Miró a los dos con miedo y esperanza.
—No tengo nada —gimió—. Por Dios, no quiero ser parte de su cena.
—No somos zombis, sólo buscamos medicinas —le tranquilizó Jayne.
El hombre no confió. Nunca nadie en Las Vegas confía. Pero los dejó pasar después de tirarles un viejo frasco de aspirinas, vacío, pero útil: el plástico servía para guardar polvos de pólvora artesanal.
En el supermercado, lo primero fue comprobar la seguridad. Puerta trasera, trampa para infectados: una maraña de carros de compra y cajas de cereales podridos. Ben empujó con el hombro, farfulló una maldición ensangrentada cuando un clavo le rasgó el abrigo.
—Date prisa —susurró Jayne. Afuera, un grupo de infectados apenas móviles arrastraba los pies por el asfalto, entretenidos en perseguir una rata gorda.
Dentro, olía a muerte. Los cuerpos congelados, algunos con ropa de vigilantes, yacían apilados cerca de las estanterías. No era el olor lo que asustaba sino la posibilidad de que uno despertara. El frío conservaba todo. En la sección de congelados, las cajas estaban vacías, los panes duros, pero debajo de las hortalizas Jayne halló una caja de barras energéticas selladas. Una joya.
Recorrieron los pasillos en silencio absoluto: macarrones, latas de frijoles, guisantes, y una botella de whisky que Ben se guardó en un bolsillo. Cualquier distracción podía significar la muerte, pero el peligro doble de la misión era el regreso.
El camino de vuelta transcurrió, para su sorpresa, sin incidentes mayores. Los zombis, tiesos por el hielo, solo giraban lentamente la cabeza al olor cálido de los vivos. Pero en la última manzana, junto a la entrada de servicio del Bellagio, vieron lo que todos temían: una pequeña horda, agrupada por el clima, apretujada junto a la verja.
Jayne miró a Ben. Ninguno quería dispersar a los muertos, pero tampoco quedarse fuera en el frío. Decidieron entonces subir al segundo piso del centro comercial adyacente y atravesar un pasillo conectado al hotel. Un plan improvisado que dependía de puertas viejas y suertes milagrosas.
En el pasillo, zigzaguearon por encima de máquinas tragamonedas volcadas y mesas de cartas salpicadas de sangre seca y fichas caídas. Los zombis, atraídos por el peso de los pasos y los jadeos, comenzaron a arrastrarse hacia ellos. La persecución era lenta pero inexorable.
En ese momento, Jayne pensó en su actuación final: no sobre el escenario del MGM, donde bailaba entre luces y aplausos, sino aquí, encaramada sobre una cinta de equipaje, lanzando latas para distraer a los infectados, improvisando una coreografía de salto y escape. Ben le siguió, golpeando con el bate al primero que se acercó demasiado. En pocos minutos, lograron cortar camino y llegar a la puerta trasera del Bellagio justo cuando Lázaro, alertado por los ruidos, la abría con el cañón de la escopeta preparado.
Los supervivientes los recibieron como héroes, pero nadie sonrió. El botín incluía latas, granos y barras energéticas. Un par de balas gastadas y el whisky, prometido para la próxima noche helada cuando, quizá, alguno más cayera.
Esa noche, Alicia reunió al grupo en lo que antes fue la sala de fiestas del Bellagio. Había recuperado, de las oficinas, una radio a pilas que chisporroteaba de vez en cuando con señales militares lejanas, ecos de Nevada u de otros estados. La radio era frágil, pero también era el único lazo con un mundo que tal vez, solo tal vez, seguía resistiendo afuera.
Se esforzó por leer. Leyó un fragmento de Jane Austen, rescatado de la biblioteca, palabras antiguas y cálidas. Después, uno de los niños, Samuel, intentó contar una historia inventada: hablaba de una ciudad donde los zombis dormían si escuchaban música, y los supervivientes celebraban bailes cada noche para protegerse.
La sala de fiestas, con su gigantesca lámpara de cristal cubierta de telarañas, nunca estuvo tan quieta. Afuera, el frío seguía tapando la ciudad y a sus monstruos. Alicia pensó en lo imposible de cada nuevo día, pero también en lo que había logrado su grupo: resistir. Cuidar a los niños. Inventar cuentos. Defender la última hoguera entre los escombros de la fortuna y el lujo. Sueños congelados, supervivientes aferrados a cada latido, en una ciudad que nunca apostó por la vida simple, y que ahora dependía de la simpleza más absoluta: pan, calor y compañía.
Las Vegas, en su último faro de neón, sin luces, sin música, pero todavía con esperanza. Porque incluso cuando la muerte camina por la Avenida, algunos vivos siguen apostando al rojo. Y para Alicia, Jayne, Ben, Lázaro y los otros, cada nuevo amanecer era un pequeño milagro sobre el hielo y los restos del mundo.
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