Portada del relato Silencio en la bahía
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Fragmento:


Caminar por San Francisco era caminar sobre escombros y cadáveres congelados. Nos deslizábamos por la acera de Van Ness Avenue con la vista fija en los portales y los ventanales rotos: nunca sabías cuándo uno de los zombis atrapados en una tienda podría romper el vidrio, o cuándo una voz humana —mucho más peligrosa— pediría ayuda como trampa. Avanzábamos en silencio. Me sorprendió cómo la ciudad conservaba aún una cierta dignidad en medio del caos: algunas estatuas cubiertas de excremento de paloma, carteles de conciertos que nunca sucedieron, y siempre el rumor del océano, cada vez más lejano.

Duración: 11:59

Silencio en la bahía
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Texto de ajuste de pausa.

8 de diciembre de 2020

La niebla ya no se disipa nunca sobre la bahía. En las noches de diciembre, aún antes de que el sol se apague detrás del Golden Gate cubierto de musgo, la humedad se espesa y convierte las avenidas de San Francisco en túneles borrosos donde sólo el miedo y la memoria parecen tener forma. Hace semanas que el frío es una presencia gris, cruel y temprana, y la brisa marina que durante tantos años refrescó la ciudad ahora es sólo cuchillas que rasgan la piel sin compasión.

Caí en la cuenta de que era diciembre el día en que encontramos el calendario abierto en una papelería de la calle Mission. Jacob lo levantó con las dos manos casi como si fuera un objeto sagrado; de alguna manera lo era. La página mostraba una escena típica de Navidad: cuerdas de luces, niños en patines, una pareja abrigada en bufandas de colores. Nadie más recordaba ya esa felicidad simple. Ahora los niños sólo lloran por hambre, las luces son bengalas militares y las parejas se abrazan para soportar el frío y también el terror.

Éramos siete entonces, un grupo pequeño, disciplinado en el arte urgente de sobrevivir. Nos encontrábamos en el cuarto piso de lo que había sido un condominio de lujo en Nob Hill; las ventanas estaban tapiadas con maderas y planchas de metal, una o dos abiertas apenas una rendija para espiar la calle desierta. Nombramos el lugar la Atalaya, aunque todos sabíamos que de atalaya no tenía nada: demasiado expuesto, demasiado grande, demasiado fácil de localizar para quienes caminaban vivos y también para los otros, los que no distinguían noche ni día ni estación alguna.

El invierno había llegado. Y con él, la esperanza de que los zombis —incluso llamarlos así me resultaba algo extraño, como mencionando una superstición de los viejos— reducirían su actividad. Habíamos aprendido a observarlos, a anotar en cuadernos escolares rescatados de la biblioteca pública sus patrones de movimiento, su insaciable hambre. Llevábamos semanas registrando una ralentización: ya no corrían, si acaso se tambaleaban en la bruma, aletargados. Pero la ciudad no se hacía menos peligrosa. Si acaso, más. Las ruinas ocultaban amenazas que ninguna lentitud podría disipar.

Esa mañana habíamos salido al amanecer. Al principio, era impensable salir durante el día; para pasar desapercibidos preferíamos la oscuridad, pero desde mediados de noviembre la presencia de los otros grupos —saqueadores, milicianos, desesperados— hacía más peligroso aún moverse en lo que llamábamos la noche larga. La meta era sencilla: llegar a la esquina de Gough y Hayes, donde una ferretería seguía semi-intacta gracias quizás a la fama de violenta de esa manzana. Íbamos por clavos, martillos, linternas, todo lo que nos permitiera reforzar nuestra Atalaya.

Caminar por San Francisco era caminar sobre escombros y cadáveres congelados. Nos deslizábamos por la acera de Van Ness Avenue con la vista fija en los portales y los ventanales rotos: nunca sabías cuándo uno de los zombis atrapados en una tienda podría romper el vidrio, o cuándo una voz humana —mucho más peligrosa— pediría ayuda como trampa. Avanzábamos en silencio. Me sorprendió cómo la ciudad conservaba aún una cierta dignidad en medio del caos: algunas estatuas cubiertas de excremento de paloma, carteles de conciertos que nunca sucedieron, y siempre el rumor del océano, cada vez más lejano.

Llegamos a la ferretería sin contratiempos. Jacob y Mara entraron primero, cubriéndose con rifles de aire comprimido —armas sin balas, pero que aún podían asustar a un saqueador con poca experiencia— mientras Flynn y yo quedamos en la esquina vigilando el entorno. Se metieron al interior entre estantes volcados y bolsas de cemento endurecidas. La luz penetraba a duras penas a través de algunos agujeros en el techo. Desde donde yo estaba, sólo veía sombras moviéndose adentro. Inquietante, porque nunca sabías si era tu compañero o algo que había estado aguardando inadvertido.

Los minutos pasaban despacio, como gotas heladas. De los ventanales de la tienda de enfrente colgaban maniquíes con la ropa raída, inmóviles. Un gato cruzó la calle corriendo, demasiado flaco, demasiado rápido. Flynn murmuró algo sobre suerte. Fue entonces cuando un grito —no el de un humano— cortó el aire. El sonido provenía del fondo de la ferretería y en el instante en que Mara asomó la cabeza vi el terror en sus ojos astillados: “¡Salgan!”

Jacob apareció detrás de ella, tirando de un carretilla donde había acumulado herramientas, mientras Mara saltaba sobre la acera. Un zombi —medio cuerpo cubierto en yeso, la mandíbula colgando— tropezó detrás de ellos, tropezando entre los anaqueles. Flynn le disparó con su rifle, más por reflejo. El monstruo se tambaleó por la herida, pero continuó avanzando. Entre los cuatro logramos encerrarlo en la tienda, bloqueando la entrada con el propio carro de herramientas y una losa de madera.

Ese incidente, inocuo a la distancia, es el tipo de suceso que cobra otro color a la sexta noche después, cuando ya no hay más comida y te preguntas si valió la pena el riesgo. Esa misma noche, de regreso en la Atalaya, encendimos una radio militar y escuchamos una transmisión que sólo decía, en inglés y español: "Mantengan la calma. Grupos de rescate operan al norte de la bahía. No confíen en extraños."

Ya nadie confía en extraños. Apenas confiábamos en nosotros, y eso porque cada uno de nosotros había salvado a los demás en algún momento crítico. Creo que ese es el único lazo que sobrevive en este invierno: la memoria de tus lealtades.

Las noches eran, ya lo he dicho, largas. Desde la ventana tapiada, mirábamos las luces de fuegos lejanos, algunas al sur en dirección al antiguo estadio de los Giants, otras hacia el noreste, tal vez en lo que queda de Fisherman’s Wharf. La radio crepitaba de vez en cuando con las voces de otros sobrevivientes: peticiones lacónicas de ayuda, coordenadas, advertencias. Los llamábamos los fantasmas de la red. Nadie respondía nunca, sólo escuchábamos. No sabíamos si las voces eran humanas o trampas. Quizá sólo grabaciones en bucle. Quizá sólo nosotros escuchándonos a nosotros mismos tratando de convencernos de que aún existía esperanza.

La escasez de alimento se volvió agónica los días siguientes. Nuestros armarios, repletos de latas y empacados que habíamos saqueado durante el otoño, ahora estaban casi vacíos. El gas se había agotado. Cocinábamos si acaso sobre una lata de combustible improvisada y las reservas de arroz y lentejas menguaban rápido. Cierta última noche, Mara rompió el silencio con una pregunta amarga: “¿Qué haríamos si tuviéramos que elegir?” No explicó, pero todos entendimos. Qué harías si tu grupo ya no puede alimentar a todos.

Sabíamos, aunque no quisiéramos admitirlo, que otras bandas tomaban ya ese tipo de decisiones en diferentes partes de la ciudad. Las había visto: grupos pequeños, feroces, recorriendo calles como perros salvajes, asaltando y quemando. Aunque el invierno letal había ralentizado a los zombis, los humanos se habían vuelto más despiadados. Había rumores sobre canibalismo en Chinatown; no los creíamos, pero ninguno se aventuraba ya allí.

El 12 de diciembre, tras una noche de lluvias gélidas, a Jacob se le ocurrió que una posibilidad de obtener suministros era bajar al Embarcadero y buscar en los antiguos ferris varados. El trayecto sería peligroso —la zona estaba plagada tanto de clanes hostiles como de cadávares congelados— pero la idea de encontrar víveres, y quizás mantas, fue suficiente para que votáramos por unanimidad.

A las seis de la mañana descendimos por las calles cubiertas de niebla. Pasamos junto a la Grace Cathedral, cuyos vitrales estaban ahora llenos de telarañas y hollín. El cristo crucificado en la fachada parecía mirar hacia la Bahía con una resignación que sólo los verdaderos supervivientes podían comprender. Seguimos en dirección al mar, bordeando las colinas; algunos zombis nos cruzaron, aturdidos, demasiado lentos o helados para perseguirnos. Una vez, atravesamos una barricada improvisada. Encontramos dentro tres cuerpos humanos, apilados con descuido. No nos detuvimos. La supervivencia exige ignorar incluso la piedad.

El Embarcadero se presentó bajo una niebla aún más espesa, impregnada del hedor salobre de mareas y descomposición. Los ferris varados parecían inmensos monstruos dormidos. Uno de ellos, el Eureka, tenía aún una rampa semiabierta. Flynn ofreció ir primero. Subió, linterna en mano, mientras nosotros aguardábamos en el muelle. El interior estaba vacío, oscuro, cubierto de graffiti reciente y mucho escombro. Flynn avanzó sigilosamente, abriéndose paso entre los bancos y ventanales rotos. De pronto, una voz humana retumbó: “¡Basta ahí!”

Un grupo de cuatro personas se irguió detrás de unas columnas. Iban armados con bates y cuchillos improvisados. Nos vieron a todos, y uno —un hombre de barba blanca, unos cincuenta, quizá— dijo: “No hay nada aquí. Vuelvan a su colina”. Su tono era cansado, no hostil. Explicamos quienes éramos, que sólo buscábamos comida. El hombre asintió; nos sorprendió con una bolsa de arroz, como un tributo. “Vuelvan ya —dijo de nuevo— el mal está en la niebla; esta noche muchos saldrán a cazar”. No preguntamos ni ofrecimos más. Cruzamos miradas y nos retiramos.

El regreso fue tenso, salpicado por extraños ruidos en los callejones y el eco de pasos que tal vez sólo eran invención de nuestro miedo. Al retomar Nob Hill, pasamos frente a las ruinas de la terminal del cable-car. Mara se detuvo; yo me acerqué. El último tranvía de Powell Street yacía encallado, cubierto de herrumbre y nieve, como una reliquia de otra era. Las vías, brillantemente iluminadas por la luna de invierno, se perdían en la niebla como una promesa incumplida.

Esa noche discutimos sobre el futuro. La idea de quedarnos en la Atalaya se hacía cada vez más riesgosa: el frío aumentaba, el alimento escaseaba, las bandas comenzaron a acercarse cada vez más al sector. También sabíamos que, con el invierno, había una oportunidad: los muertos eran lentos, incapaces de perseguirnos campo a través. Si podíamos salir al sur, rumbo a Daly City o incluso más allá, tal vez encontraríamos pueblos donde la vida fuera un poco menos miserable.

Lo votamos entre todos y acordamos partir en tres días, llevar sólo lo necesario y buscar lo que Mara llamó “un sitio menos maldito que este”. Aquella última noche en la Atalaya, escuché a Jacob musitar oraciones que no reconocía. Flynn miró fijamente la niebla tras la ventana, como si aún esperara ver, emergiendo de la bruma, un tranvía iluminado bajando por Market Street, trayendo consigo una noticia de un mundo mejor, uno donde las estaciones y el miedo alguna vez tuvieron límite.

Salimos antes de amanecer, siguiendo el rumor de la marea, huyendo de la ciudad que ya no era nuestra. El frío nos mordía, los estómagos rugían, el corazón golpeaba como el cable de acero de un tranvía que nunca volvería a andar. Por última vez miré hacia atrás, hacia las colinas cubiertas de cenizas y blanca niebla. La ciudad quedó atrás, silenciosa y expectante. Por delante, nada era seguro. Apenas la promesa de otro día, otro tramo glaciar. Y así seguimos avanzando, aún en diciembre, en este San Francisco suspendido entre el olvido y una esperanza menguante.

En el fondo, aún vivos. Porque, en este invierno interminable, ese es el mayor triunfo posible.

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