Fragmento:
Ana se despierta al sonido de voces en la plaza del Ayuntamiento, justo debajo de su refugio: el antiguo Hotel Gran Sol. Desde allí domina casi todo el puerto y en las mañanas se encarga de la vigilancia. Hay grupos que todavía merodean por la región: saqueadores, bandas nómadas, alguna horda errante de caminantes. Hoy se supone que es un día tranquilo. Igual que ayer, igual que la semana anterior, tiene la sensación de que la relativa seguridad es un milagro que no durará mucho.
Duración: 10:41
15 de septiembre de 2026
Las primeras luces del alba rozan Alicante con su promesa de calidez, matizando los azules del mar Mediterráneo y los naranjas de la roca caliza del Castillo de Santa Bárbara. Apenas hay viento; las palmeras susurran sobre la Explanada y en la distancia, bajo las murallas, la ciudad está en silencio, un silencio sólo interrumpido por el trino de los pájaros y el rumor de olas contra el malecón. Quedan pocos vehículos abandonados en las calles; la mayoría fue llevada fuera o desmontada años atrás para piezas de recambio. Alicante es diferente ahora. Ya no es una ciudad turística de veranos interminables, sino un bastión de supervivientes, uno de los pocos lugares a lo largo de la costa donde la vida comienza de nuevo.
Ana se despierta al sonido de voces en la plaza del Ayuntamiento, justo debajo de su refugio: el antiguo Hotel Gran Sol. Desde allí domina casi todo el puerto y en las mañanas se encarga de la vigilancia. Hay grupos que todavía merodean por la región: saqueadores, bandas nómadas, alguna horda errante de caminantes. Hoy se supone que es un día tranquilo. Igual que ayer, igual que la semana anterior, tiene la sensación de que la relativa seguridad es un milagro que no durará mucho.
Se asoma al balcón desequilibrado por el peso de una vieja mochila llena de prismáticos, una radio rayada y una navaja que heredó de su padre. Abajo, en la plaza, una docena de hombres y mujeres se preparan para salir en una expedición hacia el barrio de San Blas, donde esperan rescatar al menos una tonelada de grano seco almacenada en una antigua cooperativa. La agricultura ha salvado Alicante del hambre —el clima cálido y los huertos recuperados en el río Vinalopó permiten dos cosechas al año—, pero la amenaza de saqueos es constante y el pueblo apenas puede soportar una pérdida catastrófica.
Desciende al vestíbulo por una escalera que cruje bajo su peso. A cada peldaño, saluda con la cabeza a los veteranos que la reconocen. En el lobby, una pizarra muestra el calendario de patrullas, turnos de la cocina común y notas de radio: las únicas fuentes fiables de información entre asentamientos. Ana se despide de Inés —su madre, responsable de la panadería— y cruza el portal, esperando ya sentir el destello matinal del sol sobre su rostro.
En la plaza está Hugo, el jefe de defensa, con uniforme de mezclilla y la expresión siempre cansada de quien ha visto demasiadas catástrofes. Le da una palmada en el hombro y le indica que se una al puesto avanzado de la Explanada. Por protocolo, al menos uno de los vigías debe llevar radio. A través de un auricular apenas funcional, Ana escucha los preparativos de los exploradores. Hablan de la “Ruta Verde” —una senda asegurada por la Rambla, entre barricadas con acacias y pinchos improvisados, que disipó hace meses la amenaza de los muertos. Sin embargo, varias veces en el último año grupos humanos han saboteado las defensas o han tendido emboscadas a comerciantes.
Ana y su amigo, Samuel, se sitúan a la sombra de las columnas de la Explanada, justo entre los mosaicos, todavía resbaladizos de rocío. Ambos revisan su lista: señales de humo desde la Serra Grossa para pedir ayuda, códigos determinados (tres toques largos, dos cortos) desde el faro del puerto para alertar de movimientos de no humanos, y la clave más reciente: una bengala azul para pedir auxilio ante una incursión de saqueadores.
Samuel, más joven que Ana, revisa el fusil de cerrojo que apenas se distingue entre las sombras. Él pertenece a la primera generación de postguerra, nacidos entre refugios y barricadas, que nunca conocieron la ciudad bulliciosa de sus padres. “Hoy toca mercado”, dice, señalando al grupo de comerciantes que están montando sus tenderetes en la plaza del Mercado Central, rodeados de soldados y niños curiosos. “Dicen que esta vez hay herramientas y alambre, incluso algo de sal”.
Ana asiente, recordando las primeras ferias de intercambio hace justo un año. Fue entonces cuando el asentamiento se consolidó, cuando los grupos aislados comenzaron a confiar, a pesar de los traumas de perder Alicante durante los primeros meses de la gran plaga. Hasta entonces, todos dudaban incluso al compartir un plato caliente o un consejo de cultivo.
El mercado es el corazón del nuevo Alicante. Entre las ruinas, la gente busca sentido, regateando semillas, hortalizas, frascos de penicilina fabricada en laboratorios rudimentarios, anzuelos de pesca, ropas zurcidas diez veces. Hay productos que se han vuelto tesoros: pilas solares francesas, jabón, incluso libros. Algunos se ofrecen para limpiar canalones de agua a cambio de harina. Otros buscan noticias, preguntan por familiares perdidos en Elche o en la Vega Baja. Los niños corren entre las vallas improvisadas; uno de ellos, Paula, le entrega a Ana una lágrima seca de resina para cambiar por una galleta. “Mi padre dice que mañana llegan caballos desde Villena”, susurra la niña. Ana sonríe y acaricia brevemente el pelo de Paula, sabiendo que en el fondo todos desearían un poco de la inocencia que los niños todavía pueden esgrimir.
De vuelta a la Explanada, la radio emite un chasquido. Una voz lejana, femenina, pronuncia las palabras clave para reportar actividad en la Ciudad de la Luz, a las afueras, antiguo complejo cinematográfico abandonado y ahora puesto avanzado para vigías. “Multitud en movimiento —dice la radio—, probablemente migración de zombis, dirección sur”. Ana repite el mensaje en su propio canal, apenas viéndose alterada, pero siente el escalofrío de lo que significa una horda. Aunque la mayoría de los caminantes en la provincia han colapsado debido al calor y la descomposición, todavía hay grupos que, por razones que nadie comprende, se arremolinan en torno a edificios cerrados, atraídos quizá por olores, sonidos, recuerdos impresos en su biología arruinada. Nadie baja la guardia.
A primera hora de la tarde, la expedición a San Blas vuelve con un carro lleno de sacos de grano y algunas nuevas caras en la caravana: tres supervivientes encontrados atrincherados en un almacén. Traen noticias sobre la situación en Alcoy y la montaña; parece que allí también han logrado erradicar la mayoría de los zombis, pero los saqueadores siguen siendo letales. Ana observa cómo los líderes los reciben con cautela. Uno de los recién llegados es una mujer mayor, vestida con un chándal gastado, que al presenciar la organización y las barricadas llora abiertamente. Nadie se burla de ella. Abuelos y ancianos han vuelto a ser fuente de sabiduría e historia, y su presencia calma a los más jóvenes, que sólo han aprendido a desconfiar de todo.
La radio, entre estática, transmite un nuevo mensaje: “Intercambio en el castillo a las 17:00. Llevar medicinas, trueque prioritario por semillas”. Ana asiente. Arriba, en la loma del castillo, los supervivientes han construido un refugio fortificado con troncos y láminas recuperadas. El acceso se limita por pasarelas y trampas. En la Torreta, el punto más alto, ondea una bandera blanca y azul símbolo de neutralidad en los tratados locales. Desde allí se coordina el intercambio, bajo la supervisión de un consejo formado por exprofesores, agricultores y exsoldados de la Guardia Civil. La justicia, una vez brutal y sumaria, empieza a regularse por rudimentos de debate y acuerdo. Las peleas se castigan con días de trabajo en la limpieza de los barrios bajos; los robos, con el destierro temporal.
Al atardecer sube al castillo cargando dos cajas de penicilina improvisada y una bolsa de semillas de tomate. El trato entre comunidades es delicado: solo unos pocos electos pueden representar a cada asentamiento. Ana, joven aunque respetada por su valentía y templanza, es la encargada de su grupo. Al llegar, nota la tensión de los soldados armados, la mirada fugaz de varios líderes. Alguien cuenta que una banda nómada asaltó anoche un campamento entre San Vicente y Mutxamel, dejando tras de sí cuatro muertos y una docena de desaparecidos.
El consejo empieza la asamblea repitiendo la consigna: “Mantener los canales de comunicación abiertos, compartir información, alertar de movimientos hostiles”. Un hombre alto, tez morena y acento murciano, ofrece parte de la cosecha de arroz sevillano a cambio de medicinas. Otra mujer, procedente de Benidorm, relata cómo han iniciado una red de hornos comunales para alimentar a más de cien personas, mientras solicita herramientas para perforar pozos. Ana interviene para pedir ayuda en la reconstrucción de los techos del Hospital General, dañado en el último temporal. Promete a cambio compartir semillas de calabaza y enseñar técnicas de cultivo aprendidas en las huertas del Vinalopó.
La tarde agoniza y el trueque concluye en un ambiente de compañerismo tenso, pero sincero. La amenaza de la oscuridad los obliga a cerrar la asamblea temprano. El crepúsculo, en Alicante, es todavía cálido en septiembre; las sombras del castillo se proyectan sobre una ciudad que empieza a resurgir. Bajando la colina, Ana conversa con Samuel. “¿Crees que alguna vez volveremos a vivir como antes?”, pregunta él, señalando la ciudad, los balcones vacíos y los postes oxidados. “Como antes, nunca”, responde Ana. “Pero algo nuevo empieza. No lo ves? Hoy niños han jugado en la plaza, han sonado risas. Nos han contado historias… La vida vuelve. No es igual, pero vuelve”.
El regreso al refugio es tranquilo. Se escuchan risas en la plaza del Mercado Central. Aun así, Ana no baja del todo la guardia. El pasado es una advertencia viva: los saqueadores acechan, los zombis aún aparecen, y la traición puede nacer de la desesperación. Sin embargo, también lo es la esperanza: los huertos verdes, la presencia de abuelos transmitiendo saber, el renacimiento de la justicia, la promesa de compartir semillas y pan.
Esa noche, antes de dormir, Ana escucha a su madre recitarles a los niños en la panadería las leyendas de un Alicante antiguo, historias de hogueras de San Juan, de procesiones y verbenas junto al mar. Los pequeños ríen y preguntan si los fuegos volverán algún día. Ana mira por la ventana y piensa en la ciudad reconstruida, en la promesa de cada día, en la vida que, al fin y al cabo, renace por encima de la muerte.
Cuando apaga la lámpara de aceite, Ana entiende que aquel septiembre de 2026 será recordado, quizás, como el otoño en el que la humanidad volvió a escribir su historia en Alicante. Una historia oscura, pero también luminosa, donde el miedo comparte espacio con la esperanza y donde —al menos en las noches tranquilas— se atreven a soñar, escuchando, en el eco del castillo, la promesa de un nuevo futuro.
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