Fragmento:
Las avenidas, antaño repletas de turistas extranjeros, se habían convertido en caminos de tierra dura, surcados por carros tirados por mulos o burros rescatados del interior. El asfalto estaba agrietado y colonizado por arbustos, retamas y algún pino costero que había encontrado resguardo entre la ruina. Por el paseo marítimo de Levante resonaban los cascos de caballos y el trajinar de bastidores de madera montados sobre bicicletas reconvertidas en carromatos.
Duración: 11:13
27 de julio de 2028
Las primeras luces del amanecer se filtraban a través de las nubes bajas, iluminando de modo incierto las torres supervivientes de Benidorm. Desde la distancia, las siluetas de los rascacielos levantaban un skyline inconfundible, aunque muy distinto al que había sido famoso décadas atrás. El tiempo y el abandono, los saqueos, incendios y la implacable amenaza de los zombis habían transformado la ciudad en un enclave entre la leyenda y la resistencia.
En la cumbre del viejo Gran Hotel Bali ondeaba hoy una bandera color azul desvaído, con un sol pintado a mano, símbolo de la Alianza del Levante. Bajo aquel improvisado estandarte, y a la sombra de los edificios que ahora servían de atalayas y almacenes, la vida regresaba con esfuerzo lento y cotidiano.
Las avenidas, antaño repletas de turistas extranjeros, se habían convertido en caminos de tierra dura, surcados por carros tirados por mulos o burros rescatados del interior. El asfalto estaba agrietado y colonizado por arbustos, retamas y algún pino costero que había encontrado resguardo entre la ruina. Por el paseo marítimo de Levante resonaban los cascos de caballos y el trajinar de bastidores de madera montados sobre bicicletas reconvertidas en carromatos.
Clara Sánchez, con el pelo recogido en una trenza y la mirada endurecida, montaba guardia desde la antigua terraza de un apartamento en primera línea de playa. Su puesto, entre sacos de arena y vallas de obra recicladas, le ofrecía una buena panorámica del mar y las calles que bajaban al puerto. Observaba cómo, una vez más, la actividad comenzaba con la llegada de una caravana comercial.
El grupo venía del norte, quizá desde Altea o incluso más allá. Clara repasó mentalmente las señales: los jinetes levantaban una mano cubierta por un guante blanco, el símbolo convenido para mostrar intenciones pacíficas. El sonido de campanillas advertía de su entrada, mientras un par de miembros de la milicia local les abrían la barrera construida con viejos coches y planchas de metal oxidado.
Ella no era una líder militar ni una comerciante de peso, pero desde hacía meses era responsable de “La Parada”, el acceso secundario al mercado del Vía Parque. Había llegado a Benidorm dos años antes, cuando la Alianza del Levante anunció que el centro, una vez “purificado” y fortificado, recibiría a quien pudiera aportar algo útil: agricultores, mecánicos, maestros, médicos, guardianes. Clara era lo bastante hábil curando heridas y bastante diestra con la ballesta para ganarse un sitio en la comunidad.
Respiró hondo y se giró para descender la escalera cubierta de hierba. Un chico de unos doce años, Moisés, la esperaba en lo bajo, con los brazos cargando un recipiente lleno de semillas para el huerto vertical al que daban vida en el patio del bloque.
—¿Son de la feria, tía Clara? —preguntó, asomándose al camino.
—Sí, Moisés. Parece que han tenido buen viaje, sin incidentes.
—¿Van a traer chocolate como la última vez?
Clara sonrió, aunque la pregunta dolía. El chocolate era oro, mejor incluso que la munición. Quizá en la caravana encontrarían algo de cacao transformado; los rumores decían que Corrales, en lo que quedaba de Valencia, había rescatado maquinaria para moler granos de cacao africano, obtenido en trueque por sal y pescado seco.
—No lo sé —respondió, pero su gesto era tranquilizador—. Puede que traigan. Lo sabremos pronto. Ve avisando a Mónica que bajen pan y mermelada para los mercaderes.
El muchacho salió disparado rumbo a la cocina común, donde mujeres y hombres ya trabajaban desde hacía horas en el turnado para alimentar a las cuarenta y siete personas de su edificio, ahora transformado en cooperativa autosuficiente. Clara descendió, cruzando los fragantes tendederos de ropa lavada en agua salada y los cubículos de hojalata donde almacenaban leña y hortalizas.
Benidorm era una anomalía. En casi todo el litoral mediterráneo las ciudades habían sido abandonadas a principios de la década o saqueadas miserablemente por hordas de muertos y los supervivientes más oscuros. Pero aquí, aprovechando la geomorfología de la ciudad —una península entre playas, defendida por muros altos y accesos fácilmente bloqueables—, la gente había conseguido resistir. A costa de mucho sufrimiento, claro. Se contaban leyendas sobre el “Asedio del 25”, cuando más de tres mil zombis entraron por la Cala de Finestrat y murieron treinta y dos miembros de la resistencia en una sola noche. Desde entonces siguieron años de limpieza, refuerzo y reconstrucción.
Hoy, Benidorm estaba rodeada de muros improvisados hechos con contenedores portuarios encastrados en torres viejas, bidones de hormigón fundido y pilas de vehículos apilados como murallas. Las entradas eran pocas y defendidas día y noche. Por dentro, los hoteles se transformaron en graneros, comunidades de vecinos, palacetes de líderes o incluso laboratorios. El casino más grande era también laboratorio de destilados y hospital.
Clara llegó junto al arco del Vía Parque cuando la caravana, ya dentro, estaba desmontando su carga. Había jinetes de moreno profundo y guías que hablaban un castellano que se mezclaba con acentos extranjeros. Sobre los carros, cubiertos por lonas de lona muy remendada, traían sacos de grano, balas de pescado seco, herramientas viejas, y, sí, un par de cajas de madera con inscripciones de judías, café y algo mucho más valioso: libros y manuales impresos.
—Buenos días —dijo el líder de la caravana, un hombre de media edad, con las manos llenas de cicatrices—. Somos la gente de Gata de Gorgos. Venimos con paz y negocio.
La costumbre dictaba un recibimiento formal. Clara, junto al capitán de la guardia de Benidorm, intercambiaron apretones de mano y palabras rituales que garantizaban, de momento, seguridad para todos. Mientras, los niños empezaron a acercarse, esperando las novedades de la feria mientras los lugareños organizaban la plaza mayor para el intercambio.
La vida social de la ciudad se estructuraba en torno a estas ferias viajeras. El trueque era la moneda de cambio y la pólvora, la medicina, los aceites vegetales, y la sal eran los grandes tesoros. Cuando los carros se detenían, la murmuración subía como oleaje: quién traía qué, si habría noticias del exterior, si alguien había visto a los desaparecidos, si la Ruta del Valle seguro seguía despejada tras las últimas lluvias y, lo más importante, si había que temer a nuevas hordas.
Las ferias duraban un día y una noche; después, los forasteros debían partir, para no agotar la hospitalidad ni atraer males mayores. Pero en esas horas, Benidorm revivía. La gente salía de los torreones y bloques para intercambiar cirios artesanales, naranjas frescas, cuchillos forjados en los talleres de la Colonia Noruega y botes de esencias medicinales rescatadas de viejas farmacias.
Clara, junto a otros, participó como mediadora en los tratos: desde un litro de aguardiente a cambio de diez pilas recicladas, hasta la disputa por una máquina para moler trigo automático que probablemente nunca volvería a ver repuestos. En ese ambiente tenso pero vibrante, se enteraron de rumores; según los comerciantes, en Albacete una alianza rival había intentado enviar un ejército a tomar Requena pero fue repelida. Se decían muchas cosas: que un laboratorio secreto seguía funcionando bajo València; que en el Pirineo, los franceses habían comenzado a fundar pueblos enteros en valles abandonados; que en la Mancha habían “curado” a alguien del mordisco zombi.
Por la tarde, Clara encontró un respiro junto a la barricada que protegía la entrada del antiguo Benidorm Palace, convertido en comedor comunal y refugio. Sacó un trozo de pan seco y observó el mar, azul y sereno, pero cuyo horizonte ahora era menos promesa que límite. El Mediterráneo ya no era paso de turistas, sino barrera líquida que separaba lo seguro de lo incierto. Clara recordaba los veranos de su niñez, allá por 2017, cuando las playas rebosaban de sombrillas y la gente iba de terraza en terraza. Ahora, el sol era un vigilante que secaba las redes extendidas en la arena y las banderas ondeaban para avisar de peligro, no de ocio.
Al anochecer, la feria se animó. Encendieron antorchas y linternas solares, bajo la vigilancia de la milicia. Hubo música, acordeones y una guitarra, y hasta bailaron los mayores. Los niños correteaban descalzos, sin prisa, olvidando por unas horas los gritos lejanos o los recuerdos de las sirenas de alarma.
Cerca de la medianoche, los centinelas en la torre del Intempo comunicaron que un grupo extraño merodeaba por la antigua avenida Mediterráneo. Clara se sumó rápidamente a una patrulla. Salieron cautelosos, con linternas veladas y armas en mano. Encontraron a dos hombres harapientos intentando colarse entre los andamios del antiguo edificio In Tempo. Al ser descubiertos, mostraron señales de paz: uno tenía fiebre, el otro temblaba de agotamiento.
A pesar del miedo, Clara y la patrulla hicieron lo debido. Les revisaron minuciosamente, les ofrecieron agua y comida a cambio de dejarse vigilar la noche entera, separados de la feria y el restante de la comunidad. La infectadura seguía activa, aunque los zombis se deterioraran con los años, una mordida reciente era sentencia casi segura a la muerte o la locura. Para la comunidad, la vigilancia era cuestión de supervivencia.
Al amanecer, cuando la caravana inició el regreso hacia el norte, Clara acompañó a los comerciantes hasta la entrada principal. Los extraños capturados, finalmente aceptados tras pasar las 12 horas reglamentarias sin mostrar síntomas, recibieron una pulsera verde: permiso provisional para permanecer en la comunidad. Se marcharon a la zona de cuarentena para limpiar plazas y ayudar en los huertos. Una vida modesta, pero segura.
El sol amaneció pleno, disolviendo las brumas sobre las torres viejas. Benidorm, la ciudad de los hoteles y discotecas, había mutado para sobrevivir entre ruinas y vigilancia, pero también entre solidaridad rutinaria y esperanza terca. Clara miró a su alrededor: la vieja ciudad, fea y hermosa, era ahora fortaleza y hogar. Su gente, endurecida pero viva, aprendía cada día a transformar la pérdida en resistencia, la memoria en relato.
La humanidad entera contenía la respiración en cada nuevo rumor de paz o guerra, en cada noticia sobre tratados, en cada llegada de una caravana. Pero aquí, en un rincón amurallado junto al mar, resistían. Y con cada feria, cada niño que reía, cada truque completado, se confirmaba que vivir era posible incluso en las orillas del olvido. La reconstrucción sería larga, incierta, pero Benidorm, contra todo pronóstico, mantenía su peculiar promesa de sol, esperanza y mar.
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