Fragmento:
El edificio es una fortaleza improvisada. Cerramos las entradas inferiores con muebles, metales y todos los automóviles que pudimos empujar por la rampa del estacionamiento, formando un muro, una especie de barricada. Las primeras semanas fueron un caos aún mayor: la gente desesperada, los de abajo llamando a gritos pidiendo refugio, y algunos –más de los que me gustaría admitir– disparando a los que intentaban también trepar hacia algún piso alto. Fue una lección rápida y brutal: aquí, cada recurso cuenta, y la compasión es un lujo que muchos pagaron con la vida.
Duración: 11:10
15 de diciembre de 2020
Ojalá algún día alguien lea esto, tal vez un niño nacido después de la plaga, quizás alguien que no recuerde cómo era la ciudad antes de que la muerte tomara las calles. Escribo más por necesidad que por esperanza. El mundo que conocíamos está enterrado bajo la nieve, y en Chicago, el invierno ha traído tanto alivio como mortalidad. Hoy, en esta última hoja arrancada de un cuaderno viejo, la ciudad me pesa por dentro más que la plaga misma.
La temperatura baja en picada: el río está casi completamente congelado, y con los techos cubiertos de hielo las vistas que alguna vez parecieron bucólicas ahora semejan escenarios de hielo y derrota. Hasta hace un mes, las hordas dominaban el Loop: decenas, cientos de muertos vagando por la State Street, chocando sus cuerpos contra escaparates rotos, resbalando torpemente en las veredas heladas. Pero eso ha cambiado. El frío que nos muerde los dedos y la cara parece aletargarlos, los hace menos peligrosos, pero también multiplica la amenaza del hambre y de una muerte silenciosa en la oscuridad.
Vivo –si se puede llamar vida a esto– en una de las plantas altas del Marina City, junto a cuatro desconocidos que se han vuelto mi familia forzada por la catástrofe. Me encontré con ellos a finales de noviembre, cuando la ciudad ya era puro aullido en la noche y los saqueos eran el pan de cada día. Louise, antes era paramédica; Alan, un muchacho latino de veintiún años, antes trabajaba en la cocina de un bar en River North; Charles, viejo taxista que se conoce las calles como las líneas de su mano; y Sarah, una mujer de negocios que ahora sabe disparar mejor que negociar con clientes.
El edificio es una fortaleza improvisada. Cerramos las entradas inferiores con muebles, metales y todos los automóviles que pudimos empujar por la rampa del estacionamiento, formando un muro, una especie de barricada. Las primeras semanas fueron un caos aún mayor: la gente desesperada, los de abajo llamando a gritos pidiendo refugio, y algunos –más de los que me gustaría admitir– disparando a los que intentaban también trepar hacia algún piso alto. Fue una lección rápida y brutal: aquí, cada recurso cuenta, y la compasión es un lujo que muchos pagaron con la vida.
Hoy, los pisos inferiores están vacíos o son moradas de cadáveres congelados. Nosotros solo usamos dos apartamentos, uno para dormir y otro para almacenar lo poco que conseguimos reunir: improvisamos una cocina usando un par de fogones de camping, y almacenamos toda el agua que podemos fundir del hielo o buscar en los edificios cercanos. Al principio, Sarah sugería que debíamos mantener una rutina, lavarnos, intentar conservar la cordura. Pero el frío, la escasez y el olor –siempre este olor a putrefacción que el viento arrastra aunque las ventanas estén cerradas– nos han vuelto animales aferrados a la supervivencia.
Pero las noches… las noches son otra historia. A partir de las seis, cuando la luz azul se apaga, lo único que rompe el silencio es el viento arañando las ventanas, y, de vez en cuando, los gemidos guturales que suben desde las calles. Es cierto: el frío los ralentiza, los hace torpes. Pero los hay, aún, que deambulan como si la nieve y el invierno les dieran todavía ánimos para cazar lo poco que queda de vida humana. Llevamos tres días sin ver a ninguno acercarse a nuestro edificio, y eso –en esta época– nos da más miedo que alivio. La pregunta que nadie hace es: ¿Dónde están?
Las noticias, ese lujo perdido, llegaron por última vez hace dos semanas, cuando nuestra vieja radio militar recogió una señal débil de algún puesto militar al norte de Milwaukee. Hablaban de cuarentenas fracasadas, del cierre absoluto de puentes y carreteras, y de la orden de abandonar toda zona urbana al norte del país. Cuando la batería murió, nos quedamos en el completo aislamiento, atrapados en una ciudad fantasma que alguna vez fue la tercera más grande de Estados Unidos. Chicago ahora es una trampa de hielo y espectros.
Ha pasado ya casi un año desde los primeros rumores. Recuerdo cuando creímos que era otra mutación del COVID, que todo pasaría con máscaras y distancia. Ahora, las máscaras aún se ven en algunos cadáveres enganchados en parquímetros, pero en los vivos solo queda la sombra del miedo. La enfermedad se propagó como viento en pastizal seco. Primero hospitales, luego asilos, escuelas. Los primeros ataques públicos que vi fueron grabados con teléfonos: pacientes que mordían enfermeras, filas interminables en las farmacias y supermercados saqueados. Después, todo fue rápido, como caída libre: ley marcial, toques de queda, los sonidos de disparos por la noche. El ejército intentó limpiar el centro, luego simplemente lo abandonó. Cuando la comunicación se perdió del todo, la ciudad ya era selva.
A veces Louise habla del hijo que no pudo sacar de la casa en Englewood antes del colapso. A veces, Alan sueña en voz alta con tacos y bailes, una especie de resistencia poética a la muerte. Charles, el anciano, cuenta historias de Chicago de los ochentas, cuando el crimen sólo venía en forma humana. Pero en realidad, todos evitamos hablar de lo que más importa: cómo sobreviviremos cuando la última lata de comida se termine, cuando el gas se acabe del todo y la ciudad, como sus habitantes, se hunda bajo la nieve.
Hoy salí de día. Aprovechamos que el sol de mediodía engaña un poco al invierno, y que los zombies parecen menos activos. Salimos yo y Alan por la puerta trasera, arrastrándonos entre los autos congelados, saltando cadáveres que han hecho del estacionamiento su tumba. No los tocamos si podemos evitarlo: Sarah insiste en que el contacto con la sangre todavía es peligroso. Caminamos hasta la esquina de Dearborn y Wacker, rajando el hielo a bastonazos, evitando el sonido de cristales rotos. Todo está tan quieto que duele. La Magnificent Mile es un cementerio de marquesinas caídas, taxis incrustados en hidrantes helados y montones de cuerpos congelados en grotesca quietud.
Buscamos en lo que alguna vez fue una tienda de alimentos integrales. La mayoría de los estantes están vacíos, pero encontramos dos paquetes de arroz sellados y lo que queda de una caja de harina. Alan ríe tímidamente: pan, dice. Sarah odia el pan ya, pero una hogaza dura puede salvarnos cuando todo lo demás falle. El regreso es silencioso, pasamos junto a una banda de lo que parecen ser supervivientes armados, pero evitamos el contacto. Nadie en Chicago confía ya en nadie.
La ciudad parece querer tragarse a los que quedamos: en los carteles electrónicos aún parpadean mensajes de emergencia, como si un funcionario perdido siguiera operando desde la sala de control. Nadie contesta a los radios de auxilio. Nadie responde a las fogatas nocturnas que tratamos de encender en la azotea, con la esperanza de atraer a otros vivos, aunque también puede atraer a los errados. La rutina es desgastante: salir, buscar víveres, regresar rápido, hablar poco, planear siguiente salida.
Hoy discutimos largo rato sobre cuándo -si es que alguna vez ocurre- debemos dejar el edificio. Charles argumenta que el downtown es insostenible. La mayoría de los edificios han sido saqueados, y la llegada de bandas armadas es constante. Louise dice que el invierno pronto nos matará si no encontramos combustible. Quizá la primavera nos obligue a marcharnos, a cruzar el río y buscar opciones al sur, lejos de la densidad de la ciudad.
Los muertos bajo la nieve ya no caminan. Hace una semana, Alan bajó solo y vio que algunos cadáveres aún se movían, arrastrándose lentamente sobre el hielo. Uno, explica Alan con la voz quebrada, quedó atascado entre dos coches y chillaba, el sonido más horrible que ha escuchado nunca. El frío no los detiene del todo. Algunos parecen resistir interminablemente. Pero sabemos que las temperaturas bajo cero al menos ralentizan la plaga. Nuestra esperanza secreta es que muchos se descompongan lo suficiente durante el invierno, que la ciudad se limpie sola mientras nosotros soportamos el hambre y la soledad.
Hoy, Sarah habló de intentar pescar en el lago. Se rió. —“Seguro hay menos zombi que pescado allá afuera”. Nadie se animó a contestar. El lago Michigan es un páramo helado, cubierto de bruma y hielo roto. Los pocos botes que vimos encallados en la orilla parecen tumbas de otros no tan afortunados. Pero es la esperanza de encontrar comida lo que nos obliga a considerarlo todo.
Hace tres noches hubo tormenta. El viento arrastró los gemidos a través de las ventanas, y la temperatura cayó tanto que tuvimos que quemar casi todas las sillas de un departamente derruido para mantenernos calientes. La madera crujía en la chimenea improvisada y el humo llenaba la sala, pero era eso o la muerte por hipotermia. El calor fue suficiente para sobrevivir, pero ahora contamos los días hasta que cada mueble se vuelva ceniza.
Hay días en los que salimos sólo para buscar medicinas entre los restos de las farmacias saqueadas. Louise escruta etiquetas, suspira ante la falta de antibióticos; Sarah busca vendas, cualquier cosa que nos sirva para un corte, una herida. En los hospitales cercanos, los pasillos están intransitables, llenos de cadáveres congelados y paredes ensangrentadas. Dentro de la sala de emergencias del Northwestern, la única vez que me atreví a entrar, el silencio era todavía peor que los gritos. Nadie debería tener que ver lo que yo vi: médicos muertos en sus puestos, enfermeras con los ojos abiertos mirando el techo, abandonados por un mundo que colapsó tan rápido.
No dejamos de preguntarnos si hay otros como nosotros, si en otras ciudades todavía luchan, si en Nueva York, en Houston, en Los Ángeles la resistencia sigue en pie o si todo ha sucumbido. Chicago fue una de las últimas en caer, lo repiten todos los supervivientes, como si eso diera algún consuelo o significado. Pero la realidad es que, cada día, los vivos son menos, y el recuerdo del pasado se desvanece tan rápido como la luz sobre los rascacielos por la noche.
Hoy, al escribir estas líneas, miro hacia el sur, donde las luces rojas de una antigua alarma aún parpadean sobre el puente de LaSalle. Me pregunto cuántos sobrevivientes quedarán, escondidos, temblando en departamentos vacíos, rezando por ver un nuevo amanecer. Escucho el susurro del viento que trae consigo el eco de una ciudad rota, las columnas de humo de otras fogatas, los ruidos opacos de algún disparo lejano.
En este diario, en estas páginas, registro la esperanza de que algún día la primavera llegará y barrerá los últimos restos de la plaga y del invierno. Que alguien reconstruirá sobre las cenizas. Quizá no seré yo, ni Louise, ni Alan, ni Charles, ni Sarah. Quizá somos meros testigos de un final. Pero quizás, solo quizás, alguien leerá esto y comprenderá que en Chicago, incluso entre la muerte y la nieve, hubo quienes siguieron luchando, soñando, esperando algo mejor.
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