Fragmento:
Sara acarició el fusil mal reparado colgado sobre el pecho y escrutó el horizonte. En los últimos años, la amenaza zombi menguaba poco a poco. Algunas noches aún llegaba alguna horda afligida o algún infectado rezagado, casi siempre desgastado, los huesos sobresaliendo, la marcha lenta y tambaleante. Pero lo que realmente preocupaba últimamente eran los merodeadores humanos. Bandas de saqueadores, nómadas famélicos o patrullas de facciones rivales exploraban las comarcas en busca de grano, medicinas, incluso niños para engordar sus filas.
Duración: 10:34
17 de Enero de 2028
Amanecía sobre el caserón de Valdearenas cuando Sara abrió la trampilla del tejado para dejar entrar el aire frío y puro de aquel enero. El fresco de la madrugada hormigueaba sobre su cara curtida mientras escudriñaba, desde la atalaya improvisada, los campos baldíos y el perfil accidentado de lo que antes fuera una carretera nacional, ahora apenas reconocible entre matorrales y zanjas, quebrada y silenciosa salvo por los cuervos. Esa era su rutina desde hacía más de cuatro años, cuando la pequeña comunidad decidió fortificar el pueblo y consagrarse a lo que de la vieja España aún podía salvarse.
A su izquierda, la iglesia conservaba en pie la espadaña, aunque bajo ella el antiguo cementerio era ahora un mar de piedras removidas, y las tumbas antiguas servían de cultivo improvisado para tubérculos y cebollas. Al otro lado, las escuelas rurales se habían convertido en almacenes de grano y refugios para los más pequeños. Ese era, en esencia, el corazón de Valdearenas: una veintena de edificios de las eras prósperas, reconvertidos en búnkeres de madera y bloques, enlazados por callejones vigilados y huertos que temblaban bajo el hielo.
Sara acarició el fusil mal reparado colgado sobre el pecho y escrutó el horizonte. En los últimos años, la amenaza zombi menguaba poco a poco. Algunas noches aún llegaba alguna horda afligida o algún infectado rezagado, casi siempre desgastado, los huesos sobresaliendo, la marcha lenta y tambaleante. Pero lo que realmente preocupaba últimamente eran los merodeadores humanos. Bandas de saqueadores, nómadas famélicos o patrullas de facciones rivales exploraban las comarcas en busca de grano, medicinas, incluso niños para engordar sus filas.
Bajó del techo y al cruzar la calle se encontró con el abuelo Matías, quien empujaba una carretilla repleta de leña hacia la panadería comunal. Matías había sobrevivido a la plaga, a la hambruna, y al colapso del primer invierno. Casi nadie en Valdearenas recordaba el mundo anterior con la claridad tenaz que él conservaba. Saludó a Sara con un gesto grave, y los dos intercambiaron miradas de resignada complicidad.
—Ya están despiertas las crías —dijo Matías con el ceño poblado de escarcha—. Hoy toca lección de historia. No sé si será historia o fábula, hija.
—Sea lo que sea, hay que contarlo —susurró Sara. Ayudó a descargar la leña y luego cruzó hacia la escuela. En el patio, una docena de niños arremolinados en torno a un barril vacío escuchaban a Lucía, la maestra, que con paciencia estoica recontaba el mito del “viejo mundo”: trenes eléctricos, ciudades luminosas, vacaciones de verano en playas multitudinarias.
“¿Y en serio había aviones tan grandes como molinos?”, preguntó Mateo, de ocho años, con los ojos abiertos como platos.
Lucía miró a Sara antes de responder.
—Había de todo, aunque yo tampoco lo vi nunca, Mateo. Y ahora, ¿qué es lo más importante en Valdearenas?
Los niños corearon la respuesta: “El muro, el agua, las semillas”. Ese mantra que encapsulaba la supervivencia y la esperanza.
Sara asintió satisfecha. Los muros de Valdearenas, construidos a base de antiguos coches, ladrillos, barriles llenos de piedras y hasta los postes del parque infantil, rodeaban el núcleo del pueblo y formaban un perímetro casi inexpugnable. El agua venía de un pozo antiguo, restaurado con ayuda de manuales rescatados de una imprenta en Burgos. Las semillas, en parte recuperadas tras aquel viaje desesperado al banco genético de la universidad de León, permitían cada primavera sembrar calabazas, habas, cebada.
Pero hoy no era un día cualquiera. Hoy llegarían los caminantes de la caravana. Desde hacía meses, las noticias sobre rutas seguras y ferias de intercambio recorrían los asentamientos de Castilla y el norte de Madrid. Algunas comunidades vecinas se organizaban en milicias regulares; otras, como la suya, fortificaban sus lazos a través del trueque y tratados sellados con pan de castañas y armas improvisadas. Juan, el jefe del consejo, se había encargado de que Valdearenas formara parte de esa nueva red de pueblos conectados. “El intercambio es vida”, solía decir, “la autosuficiencia lo es solo en sequía”.
En la plaza central, la gente se agolpaba en torno a los tablones de anuncios. “Se busca hoz bien afilada”, “Cambio mecates por sal”, “Busco abuela que sepa tejer guantes”, decían los carteles escritos a mano. Los preparativos para la llegada de la caravana llenaban el aire de un nerviosismo agradable. Era la oportunidad de conseguir medicinas —el botiquín del pueblo menguaba desde hacía meses—, herramientas reparadas y noticias frescas del exterior.
Sara fue a ver a Juan en la torre del reloj, otro edificio de ladrillo defendido con todo lo que la comunidad pudo encontrar. Juan era alto, delgado y de mirada cetrina. Sobre la mesa, decenas de notas y esquemas dibujaban rutas, horarios, listas de recursos, nombres de comunidades amigas y enemigas.
—Siguen estables en Medinaceli, pero parece que Albalate ha tenido problemas con bandidos del sur —le dijo sin levantar mucho la voz—. Quiero que acompañes a la patrulla de bienvenida. Somos anfitriones y deben confiar en nuestra seguridad.
Asintió. Salió a la fría claridad de la mañana, reunió a Pablo, el herrero, y a Claudia, una enfermera de Madrid que había llegado de milagro años atrás. Armados con arcabuces de pólvora casera —la última innovación del taller comunal— y lanzas sacadas de viejos arados, se encaminaron hacia la puerta principal. Allí, tras un portón custodiado por tres adolescentes inexpertos pero decididos, esperaron en silencio.
Para el mediodía, el sonido de campanillas y cascos rompió la calma. Siete figuras envueltas en abrigos, cubiertas de polvo y hielo, surgieron al fondo de la carretera. Avanzaban con lentitud, empujando carretillas y caballos de tiro. En las caras sucias, la mirada recelosa de quienes han visto demasiado para confiar sin reservas.
El primero en llegar era una mujer de piel cetrina y pelo recogido bajo un gorro militar. Se presentó como Estrella, líder de la caravana venida del sur, acompañada de dos adolescentes, un tipo fuerte con una escopeta de dos cañones rearmada y un anciano jorobado, acarreando una caja con partes de radio.
—Valdearenas, ¿no? Han tenido suerte. Este invierno no ha sido tan duro —dijo Estrella, observando el muro y, más allá, el humo de los hogares. Sara asintió; aquí se tenía la suerte de los cautos, la de los que aprendían a perder lo menos posible.
El recibimiento fue formal. El consejo, reunido en la plaza, intercambió saludos y raciones de cecina; la caravana ofreció retales de tela, bisturíes —de esos que valían tanto como una mula—, semillas nuevas y cuatro litros de alcohol destilado.
Juan y Estrella se sentaron en una mesa de madera tosca bajo la vieja farola derruida. Antes de negociar nada, intercambiaron noticias. “En Madrid, las zonas verdes están limpias de infectados, pero los túneles del metro son aún mortales,” informó la líder de la caravana. “En Soria, los asentamientos intentan recuperar unas minas antiguas para extraer hierro.” “Por el Bierzo han montado una feria nueva; dicen que, a cambio de comida, ofrecen planos para fabricar bicicletas.”
Sara escuchaba el desfile de palabras y sentía latir esa chispa que, a pesar de la ruina, aun sobrevivía entre los hombres: la esperanza de volver a conectar el mundo, aunque fuera en pequeñas dosis. Ese día se intercambiaron semillas de remolacha y trigo por medicinas, alcohol por herramientas y ropa de abrigo. La radio antiquísima que traían los caravaneros fue comprada a duras penas tras reunir la escasa plata del pueblo. Claudia, emocionada, la llevó al centro de comunicaciones, donde intentaron captar alguna onda de valles distantes.
Pero la jornada no transcurrió sin sobresaltos. Al caer la tarde, un chaval alarmado corrió desde la torre sur. “He visto movimiento al pie del viejo silo. Gente, no zombis”, jadeó. Sara no dudó. Junto a Pablo y dos jóvenes más, cruzó la muralla rumbo a la parte trasera del pueblo. Allí, camuflados entre los escombros de lo que fuera una gasolinera, tres figuras armadas los observaban. No llevaban estandarte. No llevaban mirada amistosa.
—¡Venimos solo por comida! ¡Y abrigo! —gritó uno, pero su tono era filo de puñal. Eran saqueadores, sin duda, forasteros que vivían al margen de los tratados; sabían tan bien como Sara que en invierno la desesperación hace frágiles los límites.
Sara levantó el fusil improvisado. No disparó, igual que Pablo, aunque los intrusos intentaron rodear el silo. Un trallazo de pólvora en el aire bastó para ahuyentarlos entre insultos y promesas de volver con refuerzos.
—No bajéis la guardia —ordenó Sara al grupo—. Esta vez se han ido. Pero otros vendrán.
Al volver, el consejo debatió hasta la medianoche. Mantener la frontera, reforzar turnos de guardia, proponer a la caravana una alianza más duradera. Esa noche, la comunidad se reunió por última vez antes del amanecer en torno a una hoguera. Lucía pidió a los niños que compartieran sus sueños. Algunos dijeron que querían ver el mar, otros, que querían construir una bicicleta como las de los viejos cuentos.
Esa madrugada, Sara recorrió el muro de Valdearenas una vez más. En lo alto, divisó la sombra lejana de la sierra, helada y poderosa, y más allá sólo el vacío de la despoblación; pero aquí, entre las piedras apiladas y el calor de un centenar de humanos que aprendían a organizarse, nacía algo distinto. No era el mundo de antes. Se parecía al eco de una canción muy lejana. Pero era algo, y resistía.
Quizás la humanidad nunca volvería a ser la misma. Quizás la palabra “España” —pronunciada en los viejos libros rescatados, en los cuentos alrededor del fuego— ya solo significara un puñado de pueblos, una cadena de ferias, mercados y rutas protegidas. Pero en Valdearenas, al menos aquella mañana, el eco de los muros era una promesa: aquí resistimos, aquí recordamos, aquí comenzamos de nuevo.
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