Fragmento:
El calor es agobiante. En las cuevas bajo la vieja catedral nos revolcamos en sudor y miedo, rezando para que al menos las olas mantengan a raya a los muertos. El agua salada parece frenar su avance, o quizás solo es imaginación para no darnos por vencidos. Solo cruzan los más nuevos, los que todavía tienen algo de humanidad (si se les puede llamar así). El resto se deshace con el sol o se enreda en las algas, sus miembros flotando como monstruos mitológicos entre las barcas abandonadas.
Duración: 11:14
2 de agosto de 2020
Cuando era niña, Ibiza era la isla que nunca dormía. Mis padres solían llevarme a la playa de Talamanca a ver los primeros rayos del sol mientras los últimos rezagados de las discotecas bailaban, todavía llenos de vida. Ahora solo hay silencio. Bueno, no exactamente silencio… hay otros sonidos. Chillidos inhumanos algunas noches, pasos mohosos sobre la grava de las calas, y la radio militar que chirría entre estáticos mientras tratamos de no perder la cabeza.
A veces pienso en escribir esto solo para recordarme que sigo viva. O tal vez como una huella, para quien lea estas páginas cuando todo esto acabe, si es que acaba alguna vez. Tengo 24 años y el mundo, mi mundo, dejó de existir hace solo unos meses.
Ibiza resistió más que muchas otras ciudades, por pura suerte. Nuestra insularidad fue un escudo, al principio. Pero muy pronto quedó claro que no hay fronteras para la desesperación, la enfermedad, ni la muerte.
7 de agosto de 2020
Nos refugiamos en el casco antiguo de Dalt Vila. Somos unas cuarenta personas, supervivientes recogidos por la Guardia Civil antes de que sus filas se desmoronaran y los abandonaran a su suerte, igual que a nosotros. Cada atardecer subimos a la muralla para vigilar la línea del mar y observar la ciudad caída. La marea de No-Muertos avanza desde el puerto en dirección a la rambla, arrastrando los pies, atraídos por cualquier cosa que suene, huela o se mueva.
Hoy hemos discutido por la radio. El contacto con la península es errático, mensajes llenos de código. Madrid, Barcelona, Valencia… todos sumidos en el caos. El ejército ordena sobrevivir, pero ni ellos saben qué hacer. La electricidad va y viene. La radio militar es el único cordón umbilical que todavía nos conecta con algo más allá de este infierno azul y blanco.
15 de agosto de 2020
El calor es agobiante. En las cuevas bajo la vieja catedral nos revolcamos en sudor y miedo, rezando para que al menos las olas mantengan a raya a los muertos. El agua salada parece frenar su avance, o quizás solo es imaginación para no darnos por vencidos. Solo cruzan los más nuevos, los que todavía tienen algo de humanidad (si se les puede llamar así). El resto se deshace con el sol o se enreda en las algas, sus miembros flotando como monstruos mitológicos entre las barcas abandonadas.
Hoy bajé a por agua con Pablo y Lucía. La fuente pública, a tres calles, es una odisea cada vez mayor. Edificios vacíos con ventanas abiertas, cortinas bailando en el viento. El hedor de los cuerpos es insoportable. En la plaza, un grupo de muertos devoraba lo que parecía ser el perro de algún vecino.
Volvimos corriendo, dejando caer dos botellas. Lucía tropezó y temí lo peor. Por suerte solo se raspó la rodilla, pero sigue pálida y no es solo por la herida. El miedo nos está comiendo más rápido incluso que el hambre.
22 de agosto de 2020
Las noches son interminables. Algunos sobreviven a base de ansiolíticos, otros han empezado a hablar solos o a ver figuras en la oscuridad. Antes bromeábamos con que Ibiza estaba llena de fantasmas durante el cierre invernal, ahora no hace gracia.
Hoy intenté llamar a mi abuela en San Antonio. Recuerdo su voz, pero la línea solo devuelve el zumbido del olvido. Unos dicen que la parte oeste de la isla está arrasada. Otros creen que, con menos densidad de población, habrá más posibilidades de supervivencia. Esta tarde vi humo en el horizonte, cerca de Santa Gertrudis. ¿Señal? ¿Accidente? ¿Alguien más luchando por no rendirse?
30 de agosto de 2020
Estamos aislados. El teléfono ha muerto, e Internet vino y se fue, llevándose consigo la última esperanza de ver memes, mensajes, videos de antiguos días felices. Solo queda la radio, y cada vez emiten menos. Las noticias son fragmentadas, vísceras y sangre en vez de palabras.
Algunas bandas armadas se han adueñado del extrarradio. No todos los seres vivos son mejores que los muertos. Hace una semana, según contaron los pescadores refugiados con nosotros, un grupo intentó asaltar nuestra zona para robar medicinas. La Guardia Civil los repelió, pero ahora solo nos quedan veinte balas y los ánimos por los suelos.
Escasean las conservas. El jardín del claustro apenas da tomates y hierbas. A veces echo de menos el lujo sencillo de una ensalada de tomates y aceitunas al atardecer, sentada con mis padres y mis hermanos, escuchando el vaivén de la brisa y el murmullo de los turistas aún activos a esa hora.
4 de septiembre de 2020
Hoy ha sido el día más raro en mucho tiempo; casi podría decirse que fue un milagro, aunque no creo en milagros. Salimos al alba en busca de víveres. Encontramos, en el sótano de la casa de un inglés, seis cajas perfectamente selladas de latas de atún, arroz y cerveza importada. El hombre estaba allí, sentado, muerto, la cabeza hundida en la mesa. No era uno de ellos, no había mordidas ni signos de infección. Solo soledad, depresión, tal vez una pastilla equivocada buscando la paz que no encontró.
Lo enterramos en el jardín, con una cruz improvisada. Dudo que alguien algún día venga a recordar su nombre.
Esa tarde, mientras guardábamos provisiones y discutíamos sobre cómo racionarlas, Pablo dijo algo que resuena aún: “Puede que ya no quede mundo ahí fuera, pero aquí, entre nosotros, sigue habiendo ley.” Mis manos temblaron, y por un momento sentí ganas de llorar, pero ya no sé si es por pena, miedo o porque hace demasiado que no tengo motivos para reír.
10 de septiembre de 2020
Lucía murió esta madrugada. No fue la infección, ni un mordisco. Se cortó con una botella rota ayer cuando ayudaba en la cocina. Todos estábamos tan pendientes del exterior que ignoramos algo tan simple como una herida que se infecta. Sin antibióticos, sin médicos… se fue apagando en silencio.
La envolvimos en una sábana y la dejamos en la iglesia, con velas y algunas flores secas. Al menos aquí nos damos el lujo de enterrar a los nuestros, mientras los muertos deambulan sin sepultura pocas calles más abajo.
12 de septiembre de 2020
Hoy nos defendimos de un pequeño grupo de atacantes humanos. Gente desesperada, con ojos enloquecidos. Llevaban palos y cuchillos, la ropa cubierta de sangre y mugre. Querían comida. Lo mejor que pudimos hacer fue asustarlos con disparos al aire y barricarnos. Uno lanzó una piedra, que hirió a Andrés en la frente. Conseguimos mantenerlos lejos, pero mi fe en la humanidad se tambalea. Ahora la Guardia Civil duerme poco, y los turnos de vigilancia se han duplicado. El cansancio es un enemigo tan peligroso como los muertos.
17 de septiembre de 2020
Cogí el diario esta madrugada porque no conseguía dormir. El aire sigue caliente; las horas parecen derretirse a medida que miro el techo desconchado. Me levanté y subí a la muralla, donde la luna invadía el mar con una luz de otro mundo. Allí estaba Pablo, en silencio, con el fusil apoyado en los pies.
–A veces imagino que de un momento a otro oiremos motores en el puerto –me confesó sin mirarme–. Que la Armada volverá y encontraremos una salida.
No respondí. Nadie confía ya en los rescates. Quizás el ejército también esté muerto, en Madrid, en Valencia, en el infierno que antes llamábamos península.
18 de septiembre de 2020
Hemos decidido enviar exploradores a Santa Eulalia. Necesitamos alimentos y medicinas. A penas quince kilómetros, pero hoy eso parece el otro lado del mundo. Saldrán tres personas, armadas y con walkies. Llevan una tabla con los síntomas de la fiebre, jerga médica que aprendimos leyendo manuales de hace décadas.
Anoche, antes de dormir, contemplé una foto arrugada: yo y mis amigos en el Café del Mar, en los viejos tiempos. Prometí que si sobrevivía a esto, nunca daría por sentada una noche tranquila ni una conversación tonta.
23 de septiembre de 2020
Los exploradores regresaron al amanecer. Dos de ellos. Álvaro no volvió. El informe fue breve y doloroso: Santa Eulalia está medio quemada, comercios saqueados, la farmacia destruida. Álvaro intentó escapar cuando se vio rodeado. Escuchamos los gritos a través del walkie hasta que solo quedó un chisporroteo seco. Sirvió de advertencia.
El resto de la isla debe estar igual o peor. Las barcas han desaparecido de los amarres, robadas o naufragadas en la costa. El mar, que antes unía, ahora es frontera.
28 de septiembre de 2020
Hemos debatido si abandonar la isla. No quedan aviones ni ferris, ni siquiera lanchas fiables. Quienes intentaron cruzar al continente no han dado señales de vida. Algunos quieren quedarse, defender lo poco que tenemos. Otros sueñan con un mundo menos sufrido, quizás en Formentera o Mallorca, donde los rumores hablan de lugares seguros. ¿Vale la pena arriesgarse?
He guardado una caja con mis pertenencias: el diario, el disco de vinilo que era de mi madre, una pulsera de hilo azul, y la llave de nuestra vieja casa, en la esperanza irracional de que algún día podré volver.
3 de octubre de 2020
Han pasado semanas y lo irreconocible se ha vuelto rutina. Uno de los niños, Iván, dibujó hoy un mapa de la ciudad, marcando “peligro” en rojo y “bien” en verde. Lo seguimos usando, aunque cambie a diario. Es triste y hermoso al mismo tiempo ver cómo la infancia sobrevive incluso al Apocalipsis.
Las provisiones disminuyen, y la tensión interna crece. Un grupo quiere adueñarse de todos los recursos y expulsar a quienes consideran “bocas inútiles”. Pablo y yo hemos tratado de mediar, pero las discusiones se recrudecen.
6 de octubre de 2020
El mar está en calma; el aire huele a sal y a muerte. Al atardecer, algunos subimos a la muralla a observar el horizonte, aún esperando ver una vela, una luz, una señal… cualquier sucedáneo de esperanza.
Pienso en Papá y Mamá, en los días de infancia en la playa, en las risas ahogadas en la espuma, en las chicas bailando en la arena. No sé si volveré a ver todo eso. No sé si Ibiza volverá a ser la isla de la vida desenfrenada o si solo sobreviviremos, a duras penas, entre ruinas y fantasmas.
Intento no perder la fe en nosotros. Si algo nos mantiene en pie, tal vez sea eso: la dignidad de resistir. Que cuando todo termine, aunque nadie cuente la historia, Ibiza habrá probado que, en medio del infierno, una chispa de humanidad puede arder incluso en la oscuridad más absoluta.
10 de octubre de 2020
Las luces de la ciudad ya no existen. Solo queda el resplandor fugitivo de una vela, el eco lejano del mar y los murmullos de los vivos. Escribo esto mientras oigo los ronquidos de los otros, los pasos allá abajo, los susurros de los muertos. Y me prometo a mí misma que si mañana sigo aquí, seguiré contando la historia.
Porque aunque el mundo esté roto, yo… yo no estoy rota todavía.
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