Portada del relato Eco en la Giralda: Crónicas de la Resistencia
Sin valoraciones
  Leer   Escuchar   Compartir

Fragmento:


En la mañana del 21 de noviembre, amanecí embutida en una manta de lana áspera, el aire del río colándose gélido entre los resquicios de las persianas del cuarto. Fui de las primeras en salir. Caminé por la Avenida de la Constitución flanqueada por barricadas de coches oxidados y maceteros que alguna vez contendieron naranjos decorativos. El aroma a leña quemada llenaba el aire. En la distancia, la silueta de la Giralda se recortaba majestuosa, dominando el perfil de la ciudad renacida de sus cenizas.

Duración: 11:18

Eco en la Giralda: Crónicas de la Resistencia
-a / +A

Texto de ajuste de pausa.

21 de Noviembre de 2027

Cayó la noche sobre la ciudad con un peso lento, casi ceremonial, apenas mitigado por los destellos titilantes de las hogueras repartidas en las azoteas y patios de los edificios recuperados. Sevilla, en noviembre de 2027, ya no era ni sombra de lo que fue, pero en aquel rincón amurallado, entre el río y las ruinas de la vieja estación de trenes, vibraba aún el pulso de la supervivencia.

Mi nombre es Lucía Romero Díaz, maestra por elección y centinela por necesidad. Llevo seis años viviendo en esta Sevilla a medias conquistada, una ciudad donde el peligro ya no es solo la amenaza de los rezagados —ese puñado de zombis lerdos que aún deambulan por los laberintos del Casco Antiguo— sino, sobre todo, el filo de la codicia y la ley del más fuerte que se cierne sobre nosotros, los vivos.

Hace solo cuatro meses que celebramos la última feria de intercambio en la Plaza Nueva. Acudieron representantes de los distintos barrios fortificados: los de Triana con sus tejidos y aceite, los de Nervión con semillas y herramientas, nosotros —los del Centro— con libros, pólvora y algo de vino. Aquella tarde, bajo el cielo opaco, pactamos colaboración ante las crónicas amenazas de los nómadas de la Franja, bandas que, expulsadas de los campos próximos a Carmona, merodeaban por el Aljarafe, saqueando a los rezagados y emboscando al comercio.

Pero hace justo tres días, uno de nuestros vigías detectó columnas de humo cerca del Palacio de San Telmo. Temimos lo peor: un asalto frontal, probablemente. Desde entonces, la ciudad se sumerge en una tensa vigilia; el eco constante de pasos en los viejos adoquines, el roce del metal, el rumor incesante de estrategias susurradas bajo la tenue luz de las lámparas de aceite.

En la mañana del 21 de noviembre, amanecí embutida en una manta de lana áspera, el aire del río colándose gélido entre los resquicios de las persianas del cuarto. Fui de las primeras en salir. Caminé por la Avenida de la Constitución flanqueada por barricadas de coches oxidados y maceteros que alguna vez contendieron naranjos decorativos. El aroma a leña quemada llenaba el aire. En la distancia, la silueta de la Giralda se recortaba majestuosa, dominando el perfil de la ciudad renacida de sus cenizas.

Mi primer destino fue el improvisado puesto de la milicia del barrio. El puesto era un cubículo de madera y sacos, protegido por planchas de metal soldadas con esmero. Encontré allí a Mateo, veterano de los primeros años de la caída, curtido en decenas de refriegas con zombis y con humanos por igual. Su mirada, ojerosa pero firme, se desviaba constantemente hacia el este, vigilando posibles movimientos cerca de la Alameda.

—Han visto fogatas junto al río. —No era una noticia nueva, pero cada día nos recordaba cuánto dependía nuestra vida de la vigilancia y la anticipación.— Hoy bajaremos a la Fábrica de Tabacos. Sé que andáis justos de aceite para las lámparas y sal.

Me apunté de inmediato para la patrulla. Ir con Mateo era garantía de supervivencia; conocía cada recoveco del lugar, cada atajo, cada sombra. Armados con lanzas de hierro y una vieja escopeta de dos cañones, descendimos hacia el sur.

La Fábrica de Tabacos, reconvertida desde hacía años en almacén comunal, era uno de los puntos más vulnerables. Durante las primeras oleadas de caos se había saqueado todo lo que pudo; después, fue refugio, y finalmente, armería y almacén de semillas. Su muro exterior, de más de tres metros, era ahora una frontera menor pero crucial. En el pasado mes se habían producido tres intentos de asalto por parte de bandas forasteras, atraídas por la fama del aceite de oliva que allí se almacenaba.

Bordeamos el Parque de María Luisa, invadido por maleza y zarzas, y apenas reconocible; los caminitos entre glorietas y fuentes se habían convertido en un dédalo peligroso. A nuestro paso, los gorriones huían en grupos inquietos. Ladridos de perros salvajes resonaban entre las estatuas caídas.

Al llegar a la entrada trasera de la Fábrica, comprobamos la señal convenida: una cuerda roja colgando de uno de los ventanales, aseguraba que el grupo de guardia no había detectado peligro, al menos por el momento. Cruzamos el umbral y nos recibió el olor fuerte a alimentos almacenados, cuero y sudor humano. Francisco, “el Lince”— antiguo electricista y ahora administrador del almacén—, tomó nota de la carencia de aceite y sal, y prometió enviar a cambio algunas cajas de garbanzos a los recintos de Triana.

De regreso, Mateo se detuvo a otear la orilla del río. La niebla del alba solo dejaba entrever la mole semiderruida de la Torre del Oro. Señaló la silueta de dos figuras, apenas perceptibles al otro lado del Guadalquivir, que se deslizaban agazapadas entre los barcos varados. Era un comercio peligroso: algunos tratantes del Bajo Aljarafe arriesgaban todo por atravesar los meandros plagados de rezagados para intercambiar tejidos a cambio de armas o medicinas.

Volvimos con cautela, alertando a otra patrulla de la posible presencia de forasteros. Era costumbre en estos tiempos que lo imprevisto se manejara con discreción; pocos conflictos se solucionaban ya con simple diálogo.

Las clases de la mañana debían empezar en apenas media hora. Un aula improvisada en el sótano del antiguo Archivo de Indias, ahora habilitada con bancos de madera y una gran pizarra negra. Los niños llegaban en pequeños grupos, custodiados por padres y milicianos. Eran apenas veintitrés, casi todos nacidos después de la caída, hijos de una generación para la que “la infección” era leyenda y advertencia, más que miedo tangible.

Empecé la lección repasando la lectura de un manual rudimentario, impreso hacía apenas unos meses en el taller recuperado de la Calle Feria: “Cómo identificar plantas comestibles y venenosas en el sur de Iberia.” Educar era ahora un acto de resistencia. Aquellos niños debían conocer de medicina, de agricultura y defensa. Les conté anécdotas del “viejo mundo”, y algunos se miraron unos a otros con incredulidad. El tranvía, el bullicio de la Semana Santa, los partidos en el Sánchez-Pizjuán… Todo sonaba ya a cuento de hadas.

A media mañana, la alerta de ataque retumbó en la ciudad. El sonido grave de un caracol marino, arrastrándose sobre las calles, puso en movimiento a todos. Salí al exterior con el corazón encogido, guiando a los pequeños hacia las zonas de resguardo previstas. Desde el extremo sur, en dirección al Prado de San Sebastián, se divisaban columnas de humo y gritos esporádicos. La amenaza no era de zombis —no estos días— sino de humanos.

Las escaramuzas duraron apenas veinte minutos. Los hombres de la Franja, poco numerosos, probaron suerte intentando romper nuestras defensas de la calle San Fernando. Fueron repelidos con una lluvia de flechas y el estridente golpeteo de las cacerolas. Dejaron atrás dos cuerpos, y uno de los nuestros volvió herido en el costado. La vida, pero sobre todo la muerte, era moneda de cambio diaria.

Volví a las clases cuando todo hubo pasado. El día, sin embargo, había perdido su tono habitual. El miedo se colaba por cada palabra, cada movimiento. Los niños, conscientes de que la realidad podía cambiar en cuestión de segundos, escuchaban atentos cualquier ruido del exterior. Les propuse entonces una tarea distinta: dibujar cómo imaginaban la Sevilla del futuro. Algunos plasmaron grandes murallas, otros jardines repletos de naranjos y familias jugando juntas, lejos del miedo. Una pequeña, Ana, dibujó una enorme rueda hidráulica sobre el Guadalquivir, rodeada de viviendas hechas con restos de vagones y bicicletas.

A la hora del almuerzo, compartimos garbanzos cocidos, pan negro y algo de queso añejo. Por la puerta lateral apareció Víctor, el encargado de la señalización entre asentamientos. Había recorrido el camino hasta la estación de Santa Justa, donde tres veces al día transmitía actualizaciones mediante banderas y espejos a otros núcleos fortificados en Dos Hermanas y San Juan.

—Recibimos ayuda de Dos Hermanas— anunció con orgullo—. Mandarán soldados y algo de harina para el mes que viene. Parece que allí la última cosecha ha sido buena.

Fue una buena noticia entre muchas malas. Aquellos pactos, aquellas pequeñas alianzas eran, quizá, el germen de algo más grande.

Por la tarde, fui llamada a una reunión del consejo. El salón era una estancia fresca, con ambos ventanales intactos, ocupada por media docena de personas: dos milicianos, un agrónomo, la responsable de salud y yo, como cronista y maestra. Discutimos largo y tendido sobre cómo proteger el almacén ante futuras incursiones. Se decidió reubicar algunas reservas de grano y reforzar los accesos al norte, donde una falla en la muralla había sido detectada días atrás.

—No podemos depender solo de la suerte— dijo Inés, la jefa de la milicia.— Propongo cavar un foso y colocar vidrios. Si logramos más aceite, podremos encender hogueras nocturnas como advertencia.

La propuesta fue aprobada. Yo sugerí retomar las patrullas de reconocimiento por la zona del antiguo Hospital de San Lázaro. Allí, se había visto movimiento de no-muertos la semana anterior. Ya no eran amenaza mayor, pero atacarían a cualquiera que cazara o explorara lejos del núcleo controlado.

Al anochecer, la ciudad apareció más silenciosa, como si Sevilla necesitara absorber aquel día de sobresaltos. Subí sola a la azotea de mi edificio, en las proximidades de la Calle Sierpes, desde donde el horizonte completo se desplegaba en una escena a medio camino entre lo antiguo y lo renacido. Pequeños puntos de vela dibujaban el mapa de la resistencia humana. En la distancia, la Giralda vigilaba todo, intacta e inmutable.

Pensé en los que ya no estaban. En los caídos en la ribera, los desaparecidos entre los túneles del metro, los que partieron buscando un imposible en dirección a Portugal. Pensé en quienes, como nosotros, siguen aferrados a este rincón soleado del mundo, haciendo del presente una suma de esfuerzos y esperanza.

Abajo, los últimos pájaros cruzaban volando la ciudad. Pronto comenzaría la ronda nocturna. Mañana habría que aprovechar la tregua para revisar el canal de riego que abastece los pequeños cultivos urbanos instalados en la Plaza del Salvador.

La Sevilla de 2027 era una ciudad de silencios, de pactos necesarios y sueños humildes, de muros y vigilias. Pero también era una ciudad que, a pesar del miedo, encontraba razones para resistir, para enseñar, para volver, poco a poco, a vivir.

Quién sabe cuántos años nos esperan aún bajo estas murallas, pensaba mientras la noche caía, pero entre el mostrador improvisado de libros, el trueque de aceite por semillas y la promesa de una alianza entre barrios, florecía de algún modo la certeza de que, incluso sobre las ruinas, aún podemos escribir futuro.

Copyrights © 2025 zombieworld.es. Todos los derechos reservados.