20 de Septiembre de 2028
El calor seguía aferrado a Sevilla como si el verano no hubiera aprendido cuándo marcharse. El aire, denso y reseco, olía a polvo, escombros y algo más metálico, siempre presente desde hacía tantos años: la amenaza, la sangre seca, la pólvora ocasional. Pero septiembre ya no era lo que fue en el mundo anterior, ese que los viejos llamaban Viejo Mundo y que para la mayoría de los niños de los refugios era poco más que un cuento que murmuraba la generación anterior antes de dormirlos en noches de miedo.
Habían pasado más de ocho años desde el colapso, desde que la infección recorrió Europa en cuestión de semanas. En Sevilla, ciudad amurallada ahora por barricadas de hormigón fundido y redes de mallas, el centro era un oasis defendido a cuchillo limpio. Literalmente; las balas se habían vuelto demasiado valiosas para desperdiciarlas, y en los mercados de la Plaza Nueva un buen cuchillo podía valer lo mismo que una mula o una caja de conservas. Los sobrevivientes aún recordaban las hordas amontonadas en las Setas de la Encarnación, los huesos secados al sol tras la evaporación de la vida en Triana, la humareda que cubrió la Isla de la Cartuja, y la larga fila de piedras y champas que transformaron la Avenida de la Constitución en una trinchera.
Esa noche, la Giralda brillaba levemente bajo la luz de farolillos de carburo. Pedro Castillo, heredero de una de las primeras bandas que defendieron la Macarena, subía por la Plaza del Salvador con un paso regular, sucio y firme, agarrando con una mano la empuñadura de su cuchillo principal —una hoja de acero templado, forjada a partir de un amortiguador de coche— y con la otra la pequeña bolsa de cuerda con víveres y algo más valioso: tres cartuchos de escopeta y una botella de vino casero, resultado de una vendimia improvisada en lo que quedaba de los jardines de Murillo.
En la esquina opuesta, sentado en un banco mutilado por las vetas del tiempo, el viejo Matías pasaba el rato tallando un cuerno de cabra. Al verle, levantó sólo uno de los ojos, el bueno, y murmuró:
—Demasiado tarde para andar, Pedro. Hoy corre rumor de carroñas por San Vicente.
Pedro sonrió, mostrando el diente de oro.
—De las carroñas yo me encargo. Si no me muerden, yo muerdo antes.
—Y, ¿por qué tanto apuro?
Pedro tanteó la calle con la mirada antes de sentarse a su lado, dejando que el filo de su cuchillo golpeara suavemente contra la madera, con ese sonido que bastaba para mantener a la gente prudente.
—Hay trato esta noche. En la puerta de la catedral, cerca del segundo portón.
El viejo asintió sin más palabras. Luego, con la sombra de una sonrisa, siguió tallando el cuerno, con las manos llenas de cicatrices y paciencia.
En Sevilla, en septiembre, los encuentros de intercambio eran peligrosos —no solo por los zombis que aún se arrastraban en los rincones húmedos de los sótanos, sino por el otro peligro: los humanos armados, que cada vez resultaban más impredecibles. Algunos recién llegados a la ciudad, escudados tras banderas improvisadas de algún concejal desaparecido, habían creado una especie de feria de trueque a la sombra de la Giralda; no se entraba sin un cuchillo y sin acordar antes el derecho de paso con los llamados “guardias del filo”, una banda de exmilitares, reclusos libres y mecánicos convertidos en vigilantes.
Pedro era uno de los más jóvenes entre los viejos guerreros; había aprendido a mirar sin mirar, a deslizarse entre columnas y azoteas, a sobrevivir sabiendo que el sonido de la hoja al salir de la funda era más persuasivo incluso que el disparo de un revólver. Pero la noche era más traicionera; ya no había faroles en las calles, sólo algunas hogueras en los patios interiores y las fogatas en los cruces de caminos cerrados.
Traspasó la esquina del Archivo de Indias, metiéndose por los soportales raídos, esquivando una carrera repentina de un niño que, entre risas nerviosas y pies descalzos, se escondía con una bolsa de tomates bajo el brazo. No muy lejos, los guardias del filo —con sus armaduras improvisadas hechas de planchas de aluminio y recortes de goma— le abarcaron el paso.
—¿Traes carta? —El que habló era un hombre bajo, calvo y con la mandíbula prominente.
Pedro levantó la bolsa.
—Vengo a ver a la mestiza.
El calvo torció una sonrisa.
—Todos quieren verla, pero no todos se van con los dedos completos.
—Hoy tengo lo que ella pidió. Déjame pasar, Juan.
El tipo dudó, pero al reconocerlo, asintió escuetamente y retiró una barrera de madera que separaba la plaza de la Catedral del improvisado mercado nocturno.
Pedro busco a la mestiza: una mujer de piel tostada, ojos gitanos y mucha leyenda acumulada alrededor de su nombre. Decían que había liderado el rescate de tres niñas cuando la horda cruzó la Alameda, que conocía al dedillo todos los pasadizos entre Santa Cruz y San Lorenzo, y que nunca se separaba de su cuchillo curvado: una moharra de acero con la inscripción “Sálvese quien se salve”. Ella era la verdadera mandamás entre los comerciantes; si querías algo verdaderamente valioso —antibióticos, mapas, semillas—, te la jugabas con su clan.
La encontró apoyada contra la puerta de la catedral, el cabello recogido en un pañuelo descolorido y la camiseta raída, pero con una postura que no admitía discusión.
—Has llegado tarde, Pedro. Hay inquietud esta noche —le dijo, sin apartar los ojos del movimiento entre los puestos.
El joven le alargó la botella de vino y los cartuchos.
—Justo a tiempo. Estos son para ti. Lo de las semillas de calabaza, ¿es cierto?
Ella cogió la bolsa y la examinó. Sus manos eran tan rápidas como las de un prestidigitador, pero sus movimientos eran de cuchillera.
—Es cierto, pero te lo ganarás.
Pedro esperó, tenso.
—A cambio, tendrás que acompañar al grupo de desbroce mañana al amanecer al puente de Triana. Hay un nido, y se necesita quien corte carne si se pone feo.
Pedro sopesó la petición. Era peligroso, pero las semillas podían significar comida para todo su bloque durante un mes.
—Cuenta conmigo. Si no te sirve el cuchillo, te sirve el brazo.
La mestiza sonrió, y el trato quedó sellado con un apretón fuerte y seco, sin inútiles ceremonias.
Las campanas mudas de la catedral apenas reverberaban bajo el peso de años sin uso, pero en Sevilla aún resonaba el miedo de los primeros días. Las historias abundaban: del grupo que se atrincheró en la Torre del Oro, del cura que bendijo balas en la Iglesia del Salvador, del loco de San Bernardo que cortaba orejas a los zombis, convencido de que así no podían oírle acercarse mientras robaba en los pisos altos. Pedro conocía todas esas historias, pero sólo una lo acompañaba en las noches más largas: cuando su madre, antes del cerco, afiló por última vez el cuchillo de cocina y dijo “Aquí, hijo, sólo sobrevive el que sabe cuándo cortar”.
Un rugido a lo lejos sacó a todos de la calma tensa. Por la Avenida de la Constitución, alguien gritaba:
—¡Horda a la vista!
Los puestos se replegaron en segundos, cada uno corriendo con sus mercancías. Un grupo de guardias se colocó en media luna, a la entrada del Archivo, con los cuchillos por delante. Sin un solo disparo, porque las balas debían guardarse para lo inevitable. Las horribles figuras —ya más despojos que seres activos, pero aún peligrosos en su número— avanzaban tambaleantes, tropezando con los baches de la calzada, emitiendo esos gruñidos ya mecánicos, inhumanos.
Pedro y la mestiza se parapetaron tras uno de los enormes portones, sin perder de vista la amenaza.
—¿Cuántos crees que son? —preguntó él.
—No más de treinta. Pero con tres sueltos basta para desbordar a los nuevos.
Pedro asintió, tragando saliva. Aferró el cuchillo, sintiendo que el mango se adaptaba a su mano como una extensión.
—Te cubro si hiciera falta —dijo la mestiza, y sus ojos relampaguearon.
Esperaron. La horda avanzó, lenta, cansada. Así eran ahora las hordas en Sevilla: sin la furia de los días iniciales, comidos por el tiempo y la descomposición, pero igual de letales si no se tenía el valor o el filo suficiente.
Juan, el calvo, lideró la primera carga. Cuatro hombres y dos mujeres salieron de las sombras, envueltos en chaquetas de militar y camisetas rasgadas, enarbolando cuchillos de todos los tamaños. La táctica era sencilla: uno distraía, otro atacaba a la cabeza, un tercero remataba cualquier zombi que quedara en el suelo.
Pedro se sumó al grupo sin dudar. El primer zombi casi ni reaccionó al tajo que le abrió el cráneo. El segundo cayó tras el impacto de una barra de hierro, pero casi alcanza a morderle la muñeca. Un olor rancio y ácido lo envolvía todo. El tercero, una hembra de pelo largo y vestido de lo que había sido una enfermera, cargó de golpe, pero la mestiza la frenó con un tajo diagonal en la mejilla que le atravesó hasta la base del cuello.
Fueron minutos de sudor, gritos, el chirrido del acero contra hueso. Los cuchillos bailaban —no era una metáfora—; en Sevilla, el combate era casi un arte. Cada luchador había encontrado su estilo con los años: uno golpeaba de arriba a abajo, otro buscaba siempre cortar tendones, algunos preferían dejarse caer sobre las criaturas y clavar el filo en los ojos, sordos ante el miedo.
Cuando la última criatura cayó, Pedro jadeaba, cubierto de esa emulsión indefinible que era sangre vieja y polvo. El grupo arrastró los cadáveres al lateral, donde especialistas —los “quemadores”— les prendían fuego con aceites reciclados.
La mestiza le entregó un pequeño saquito de tela.
—Tu parte del trato. Planta esas semillas donde tengas buena tierra, y asegúrate de regarlas bien. Si no cultivas, no comes.
En la calma que siguió al estallido —casi inmediata, porque el miedo ya no duraba más allá del siguiente peligro—, Pedro miró a su alrededor: Sevilla seguía en pie, las sombras de la catedral aún proyectaban lo que quedaba de dignidad sobre los escombros.
La gente se reagrupó, los niños curiosos volvieron a asomarse desde detrás de ruinas y barricas, y en los puestos improvisados reaparecieron manos tensas y ojos brillantes.
Había muerto poca gente en ese ataque, pero en los últimos años todos sabían que perder sólo dos o tres era un triunfo.
Cierta serenidad flotó en el aire caldeado. El ritmo del trueque volvió a crecer, con la destreza de quien reconstruye una liturgia olvidada. Los cuchillos se limpiaban y volvían a su funda, pero nadie los soltaba. Pedro, todavía manchado y agotado, regresó hacia su zona, pensando en el pequeño huerto que compartía con otros seis supervivientes en una terraza de la calle Feria. Las semillas, ahora guardadas en el bolsillo interior de su chaqueta, eran más valiosas que cualquier otra cosa que hubiera ganado esa noche.
Al pasar junto al viejo Matías, le mostró la bolsa con un gesto victorioso, y el anciano asintió, como diciendo “buen tajo, chaval”.
La Giralda, por encima de todo, seguía velando por los que la defendieron con cuchillo y con voluntad. En una Sevilla reconstruida a fuerza de filo y costumbre, los vivos sabían que el verdadero enemigo siempre estaba a la vuelta de la esquina —a veces eran zombis, a veces seres humanos armados y desesperados, y a veces el hambre, que rugía con más fuerza que ninguna criatura de ultratumba.
Pero esa noche, bajo unas estrellas impávidas, Sevilla seguía resistiendo. Y, como decían los supervivientes de la Macarena, mientras quede alguien que sepa usar el cuchillo, hay futuro.
A las orillas del Guadalquivir, donde las fogatas lanzaban sombras contra los restos de los muelles, un niño pequeño recogía una navaja pequeña que algún luchador había dejado caer en la escaramuza. La sostuvo con asombro, y en sus ojos brilló un reflejo antiguo: la promesa de que el filo seguirá transmitiéndose de mano en mano, generación tras generación, en una Sevilla donde sólo los valientes —o los desesperados— dejan su huella sobre la piedra y la ceniza.
Así, Sevilla sobrevivía, envuelta en ese silencio tenso que solo puede romperse con un grito o el chasquido de un cuchillo bien afilado. Porque, en el mundo nuevo, la verdadera ley era la del filo.
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